Un Erasmus de Luxemburgo que lleva aquí media vida (y de nombre en clave Pier DT), a quien no hace caso ni la Agencia Tributaria, chapurrea el castellano y, rodeado de gambas blancas de Huelva, se hace el gracioso al comentar un chiste del siglo XIX, ese que dice “y uno suelta esta leche no está buena, y el otro le responde y mañana es Navidad”. Ejecuta la gracieta invitado a una cena familiar de estas fiestas entrañables. Casi de inmediato es golpeado con alfajores duros (solera, no para el consumo) muchas más veces de lo que dice el sentido común, el cual también pierde, junto al vital. Se despierta antes de las campanadas y larga otra de las suyas. Se siente protagonista, es su minuto de gloria. Lo llevan envuelto en una alfombra de playa (rafia 100%) hasta la plaza del Excmo. Ayuntamiento y, cogido como un ariete, le dan doce cabezazos contra la campana del Consistorio y así, con una precisión impecable, inaugura el año.
Portal de Belén. Vaya con el protocolo. Plantear la instalación de interfonos. Basta de hablar a gritos con el Arcángel, los Reyes Magos y los pastores, que no son horas. Otra cosa es que San José se haga el sordo cuando le abordan reporteros con preguntas incómodas. Y la limpiadora, por muy laica que le llamen, tiene su razón la mujer: estaba el portal como un espejo y hoy se lo encuentra hasta con burros.
La figurita del tipo agachado y cagón. Que venga cuanto antes su perro y recoja el resultado en una bolsita de lona, lana o lino, según escala social del perro. Aplicando la ordenanza municipal, imponer –y cobrar– sanciones de forma inmediata.
La competición anual de Atasco de Esófago por cachos de turrón desata pasiones a lo largo de toda nuestra geografía. La final, muy exigente, se celebra en Pontevedra, que suena a piedra, como el turrón. Los dos finalistas (de nombres en clave Chipirón y Rapadito) se ajustan los dientes plenos de implantes y atacan con alegría. Al minuto y medio, uno de los dos, sin haber masticado nada, y con el rostro azul cobalto, se sabe ganador. El segundo aplaude y reconoce los méritos del campeón; a continuación, pleno de nobleza, participa en la extracción del cartón y el papel de aluminio que dificultan la libre circulación del aire dentro del vencedor. Las reglas eran claras: el desenvolver las tabletas era opcional. Masticarlo antes de tragarlo, también. El trofeo, un lote de peladillas, lo entrega el concejal de fiestas (nombre en clave Palpelo).
El taponazo tiene, por fin, su Ley Orgánica. El Parlamento está para algo, dicen los titulares de los periódicos. El sistema funciona. Según las estadísticas a pie de mesa, el 84% de los impactos por tapón de cava en nariz y ojos es intencionado, o sea doloso y doloroso (también, pero menos, alguna ceja, algún diente por alguna boca abierta a destiempo). La multa puede estar entre diez y doce euros, según la calidad del contenido de la botella. Realizadas las primeras denuncias, el 82% de los multados (nombre en clave mucha gente) asegura que por diez euros le endiña al menos tres taponazos a su cuñado (llamémosle Boris) y paga la sanción. De hecho, durante la entrevista, un entrevistado pone tres billetes de a diez encima de la mesa y apunta mientras agita tres botellas cerradas.
Digestión de polvorones. Se lleva a buen término en torno al 27% de las unidades ingeridas. Dicen que ayuda el anís, pero sería mucho anís. En otros estudios, se estima que un buen cantante, con una pella de los de canela con pepitas en fase de masticado y pegado al paladar, sabrá superar pruebas de ópera ligera. Varía según el aria. La mayoría se lleva preparado el tema “Avanti e Atraganti...” y lo tose en fa, obligando al jurado a cepillarse las solapas y las gafas.
Villancicos.
En las previas al pavo, no (o sea, NO) dejar el laúd de 1777 en manos de un pelanas medio ingeniero, noviete reciente de la niña, que toca en la tuna. Aquí ni anfitrión amable ni porras en almíbar: al arrancársela de las manos, se mirará fríamente al pelanas (nombre en clave PélaT) mientras con un paño limpio de cocina (se afirma que quedan, es un secreto a voces) quitará la mugre de mejillones al instrumento incunable. Si falta alguna cuerda, se manda al pelanas al departamento de música de algún gran almacén, sea la hora que sea, y deja su móvil como rehén. Si ha venido con su madre y futura consuegra, se deja además como rehén al pavo, con el móvil del niño entre los pechos. Ahí no toca nadie. Ni al laúd, mira tú qué leches.
Atención. Considerar la pizza olvidada del verano anterior, con lonchas redondas: posible confusión con panderetas.
Caldito reparador.
Aplicable a todos los que puedan conquistar el sofá y hacerse fuerte allí. Ojo con el que se te aterriza en un hombro porque no te lo quitas a tiempo de encima y te pone el cuello como una percha. Con agilidad, haz como si te pincharan un glúteo (o los dos) y respinga hacia arriba. Por impulso simple, la cabeza del durmiente oscilará hacia el hombro de quien está al otro lado y que se busque la vida. Lo importante aquí es el caldito. Ingredientes: hasta que se consiga vaciar los cajones de plástico/metacrilato del frigorífico. Esas medias cebollas, esos dientes de ajo olvidados, esos tomates tirando a pochos, pimientos sin brillo alguno, alguna col despreciada, un muslito de pollo sin nombre… y fideos del nº 3 (máx 6 minutos de cocción) configurarán un reconstituyente que para sí lo querría Walt Disney.
Ceremonias de despedida.
Recogida de abrigos y sonrisa de anuncio de dentífrico hasta agrietarse la piel. La causa lo merece. No sacar en esos momentos –bajo ningún concepto– una discusión o comentario sobre algo no tratado durante la fiesta. Podría alargarse la despedida sine die; al darse el estornudo de algún soplabrevas, podría surgir un sentimiento de protección y prestar una bufanda de cachemir que jamás, jamás, volverás a ver.
Besos sonoros en la madrugada. Abrazos en número aproximado a calcular. Si son veinte familiares, unos trescientos ochenta. El número merma si ha habido bronca inherente a la celebración o se traía de casa.
Portazo final.
Suspiro. Masaje facial para recobrar el aspecto de la cara de antes de las fiestas. Los cacharros sabrán esperar al día siguiente para darse un buen baño con agua caliente en el lavavajillas.
Aun con todo esto, remoto e improbable por supuesto, sepamos seguir aprendiendo a querernos. Que ninguna chufletería de las anteriores nos quite nunca la sonrisa amable ni la hospitalidad. Sigue mereciendo la pena.
Un abrazo y Muchas Felicidades.