La semana pasada, no supe jamás la causa hasta que me enteré, me
levanté temprano. Sin rebotar mis parietales en el marco de la puerta del
cuarto de baño, sin acostarme “otro ratito sólo” en el sofá adjunto a mi cama,
el de las siestas urgentes. Nada de eso.
Desayuné y recogí el lavavajillas, comprobando
a postreriori que las cucharas de postre estaban bocarriba, como decían las
instrucciones cuando las compramos.
Salí y sin ayuda encontré la calle. Trabajo en
la misma acera donde vivo, dos números menos, y no necesité preguntar a nadie
por la dirección.
Al llegar, vi por fin cómo funciona el
mecanismo de la apertura del cierre metálico del negocio que me da la vida: una
reja que sube gracias a la recia musculatura dorsal de mi jefa, doña LolaPili
Mollares, poder fáctico del barrio, ayudada por una de las oficialas más
fornidas, Juliana De la Selva Straptick, una coreana nacionalizada que se
encarga de las uñas de los pies y los pelos de las orejas. Fue verme llegar de
pie y quedarse las dos petredificadas, allí mismo.
–¿Quién ha sido?, ¿cómo ha podido ocurrir?, ¿ha
habido heridos?, ¿se han llevado cosas de valor?, ¿te han encendido la tele?
Sus preguntas, precipitadas y superpuestas,
sólo obtuvieron de mi rostro una expresión muy idiota, como de ministro de
latas de conserva o parecido.
-Aún no tengo información para lo ocurrido
–dije con tono de primera noticia–, pero estamos investigando y pronto daré una
rueda de prensa.
Me dejaron pasar para que, desde que firmé mi
contrato laboral en esta empresa, fuera yo quien entrara el primero a trabajar.
Lloré como un chiquillo, berridos incluidos y, como un chiquillo, me calmé con
los dos chupachups y el apretón de doña LolaPili contra sus neumáticos,
consistentes y, en resumen airbagianos pechos.
Me puse la bata, cogí el limpiatodo, limpié
algo que no puedo precisar, pero que resultó precioso en su color original. Era
yo un relámpago, una visión de pulido y refregón que nadie sabía parar. Y
menos, yo mismo, que comenzaba a notar las preagujetas braquiales, piernales y
lumbares. Pero no era capaz de detenerme. En uno de mis frenéticos accesos de
orden y limpieza, me fui a por lo primero que se movía y me traje al menos dos
capas de maquillaje y crema facial de Juliana que, desprevenida, se cubrió con mantas y se metió en el
reservado, ese lugar de las peluquerías donde, antes de la era digital, se
revelaban fotos y se freían papas. Allí dijo que se pertrechaba hasta que yo me
calmase.
Doña LolaPili no sabía qué hacer. Dentro de dos
horas, quizá menos, las madrugadoras clientas vendrían a ordenarse los
estropajos mentales y no sabría qué decir a preguntas indiscretas.
Iba a amarrarme cuando entró mi suegra. Una
belleza a sus cerca de ochenta, sensual, delgadita, que sabe callarse, no mima
a los gemelos –al revés– y que me hace una ensaladilla rusa tan buena que
cualquier día me presento a alcalde de Lechingrado.
-Niño, que nos hemos cambiado las pastillas.
Fíjate que, por tomarme ayer noche las tuyas me he tenido que duchar con agua
templada. No sé, como si tuviera el cuerpo amondongado. Un penazo, créeme.
-Ay, cómo lo siento –le dije tristón–, yo, que
hoy he sido el centro de atención de este lugar sagrado del mejoramiento
corporal. En fin, ajá, aquí está el frasco. Ten, preciosa, y disculpa.
Allí mismo engulló un pildorón de color azul
que yo había confundido la noche anterior con las de ponerse en ángulo recto.
La verdad es que el resultado había sido mucho más rotundo de lo esperado, pero
a cada uno su tratamiento y el Señor en casa de todos.
–Os dejo pagado un café en casa Mellito –dijo
sonriendo antes de irse.
Pasados unos minutos noté el descenso inmediato
del efecto del pastillón también azul, la causa de mis torbellínicas energías
y, viéndome venir, doña LolaPili me hizo sentarme, me dio las últimas revistas
para estar preparado en cualquiera de las conversaciones de actualidad y,
mientras llegaran o no las parroquianas, echara una cabezadita en el sofá.
Tuve un sueño plácido y reconfortante, algo
interrumpido por conversaciones que defendían el maquillaje de la Julia Roberts
a sus años, pero durante el cual, según supe después, recuperaba en varias
ocasiones el ángulo recto.