Primer toro: Palurdo.
750 kilos, negro, aunque lo llaman afroamericano: en estos tiempos nadie quiere follones políticamente incorrectos. El rabo, cualquiera de ellos, enorme. Irrumpe como un rayo. Tanto, que empieza a lloviznar.
El maestro Colmerillo lo intenta recibir a puerta gayola, pero ve más prudente hacerlo a puerta blindada. Sale por los aires de todos modos. Los de la cuadrilla intentan distraer al morlaco a base de tangos pegadizos. Todos, sin excepción, acaban en la segunda tribuna. Sale de nuevo el maestro, segundo tercio. El, solo, quiere picar al toro. Le zampa tales cosas de la vaca Ernestina, su pareja, que lo deja abatido. Salen los primeros pañuelos, casi todos de papel. Y es que todo se pierde. Agarra el diestro las armas de matar, y se encara con el toro. Este, resabiado, le recuerda lo de su mujer, Mariqui, con aquel viajante de Santander. El torero tira la espada y le dice que venga, vale, a puñetazos. La prensa, al día siguiente, destaca cómo acabó el toro con uno de los rabos hinchados de una patada traicionera. Y el árbitro que no quiso ni verlo.
Segundo toro: Súllivan.
800 kilos y tal cara de mala idea, que abren la puerta los geos, dentro de un tanque doble, frío. Marrón caquita casi todo, con manchas, también de caquita, más oscuras. Dos cuernos que, vistos desde lejos, hacen pensar en que ningún matrimonio puede llegar a buen término: Ahí hay cuernos para todo el mundo.
La cuadrilla de Bandurrita, que toma hoy la alternativa, ha ido a por tabaco. Se queda sólo y recibe al bicho a una prudente distancia de 226 metros, utilizando unos buenos prismáticos. El respetable no respeta nada, con lo que han pagado por la entrada, y devuelven al diestro al ruedo de una forma, la verdad, poco respetable. Cuando casi se ha puesto en pie, el toro ha tenido tiempo de reenviarlo al palco presidencial. Considerando cambiar su nombre por “Bolatenis”, el torero inicia lo que se llama una carrera prometedora, a un ritmo de 3’15’’ por kilómetro, hacia su pueblo. Al toro le mandan una citación judicial que rompe con chulería. Acaba indultando al público y se va a los corrales. Allí, una multitud de vacas jóvenes, lo reciben mugiendo a gritos, las descaradas.
Tercer toro: Chorrete.
520 kilos. Su entrada, carraspeando, hace que se le pregunte por su salud. Responde que no hay que preocuparse, y que no ha querido coger la baja. Tiene familia que mantener. El público agradece el detalle, con media ovación.
El maestro, el consagrado Gallardo II, hijo de Gallardo III (la familia se vino abajo y vendió una I), avanza hacia el toro, gris y marrón total, a saber en qué proporción. Se encienden ya las luces artificiales y un aficionado pide música. Cuando vuelve en sí, este aficionado ya está bien atendido en el hospital, junto a sus seres queridos. Por el transistor, sigue el desarrollo de la corrida. En la arena, el diestro coge arena y la lanza al toro, a los ojos. Siempre ha maravillado, desde lejos, cómo este torero de fama ha conseguido lo que se diría nublar la vista de sus enemigos. Nadie sabrá jamás el porqué. Porque nadie lee mi columna. Empieza entonces ese mágico carrusel de pases de pecho, tórax y abdomen con el que regala en sus grandes tardes el maestro. Él mismo se emborracha de su arte, y, aprovechando la suave brisa que su baile de muerte, danza de dioses, hace nacer alrededor del toro, tiende algo de ropa entre los cuernos. La faena provoca que el tiempo se detenga. A qué cielo nos lleva este hombre toreando, por Dios, dice un aficionado antes de cortarse las venas. Mucho antes. Llega la suerte final. Nadie acepta que un picador profane el suelo que torero y toro, toro y torero, tararí, tararí, han grabado para la leyenda esta tarde. Toma la espada. Yo tengo bastos, envido, responde el toro. No pico, te voy matar bastante. Pues tú verás. El público enmudece y se pregunta, por tanto por señas, cómo acabará todo esto.
Llega, en el último instante, como bajado de su coche, un veterinario con el historial clínico de Chorrete, que reparte fotocopiado en octavillas. Es atronadora la petición de perdón y devolución para este toro. Y del dinero. Se conceden ambas cosas. Es el delirio. Y este cronista ha vivido para estar allí y contarlo a los buenos aficionados.
2 comentarios:
Éste sí que es de los tuyos. Me he hartado de reir. ¡Éso, compañero, es lo que yo llevo gritando toda mi vida! ¡Igualdad entre toro y torero!
Espera que me seco las lágrimas, esta vez de reir.
¿Te quieres creer que hacía justo un mes que no me reía tanto? ¡Ten amigos para esto! y aquí va dicho en el mejor de los sentidos.
Gracias por este buen rato que me has hecho pasar... voy a leerlo otra vez :-)
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