La torre de expedientes por grabar, de los nuevos empleados, era muy alta. No podía levantar la cabeza del escritorio si quería acabar el trabajo para salir a tiempo y recoger a Carlota. Alzó los ojos y allí estaban los del jefe, observándole como linternas. Volvió al trabajo. Pudo levantar la manga de su chaqueta sin levantar sospechas y el reloj le informó de las cuatro horas de trabajo que le quedaban, realizó rápidos cálculos mentales y le salían diez expedientes por hora, a quince minutos por cada uno. Puso el cronómetro a cero sin hacer ruido alguno con los botoncitos y empezó a grabar datos. Una, dos y tres horas, esas siempre pasan deprisa en cualquier relato de angustias. Llegó la cuarta y había cinco expedientes pendientes: Había que apretar. Veinte minutos y dos. Ansiedad y liberación: El penúltimo expediente tenía un único dato para modificar. Dieciséis minutos y el último. Cuatro minutos de sobra. Relajación. O menos. El jefe, sonriendo, puso un expedientes más sobre la mesa, para grabar desde el principio. Se trataba de la nueva secretaria personal del jefe: Una tal Carlota Domínguez. Él mismo la llevaría a cenar, para ir cambiando impresiones y ponerla al día.
2 comentarios:
¡Uy, qué bueno!
Este relato te engancha de principio a fin. El final, estupendo.
Qué chasco, el pobre exprimiéndose para ir con su amorcito, y al final se va a cenar con el jefe! Si es que tanto estrés es pa ná, jaja, a ver si aprendo. Me identifico en esa lucha contra las horas que vuelan y el trabajo que hay que hacer por narices, y las ganas de ver a quien te espera, fuera, en el "mundo real" que a veces se torna espejismo.
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