Doña África Bohórquez disfrutaba contando su vida. Daba igual el sitio, la circunstancia o la gente que le rodeara, ella sabía encontrar la forma de reconducir situaciones y personas para que el conjunto fuera su auditorio y su audiencia.
-Pues sí, queridas mías, -solía comenzar, aunque se dirigiera a estibadores del muelle número doce del puerto- yo he sido mujer de vida alegre allá donde he viajado. En años atrás esto que os digo bastaba para que me metieran en la cárcel primero y en un convento después, pero siempre me escapaba.
-Porque, queridas mías –insistía en no preocuparse por el género de sus perplejos oyentes- yo no perdí nunca la oportunidad de amar. No le di la espalda a nadie que me propusiera una noche loca o venirse a vivir conmigo. O a quedarme con él (o ella) para el tiempo que el tiempo dijera.
-Recuerdo –decía después de una pausa- historias eternas de un fin de semana y rápidos años de amor consumidos en un único instante. Viví, aprendí y enseñé a hacer el amor.
Un día, Doña África coincidió en su consulta médica con un enfermero que ya la había oído contar sus hazañas varias veces.
-Y ahora que es usted mayor, ¿cómo puede vivir sola, señora? –le preguntó sin acidez en las palabras.
-Vivo recordando, y renazco en cada beso que veo por las calles. Los primeros, por tan audaces o comedidos, los rápidos o cautelosos, los robados gracias a la infidelidad, los agradecidos al tiempo juntos. Además de eso, pues...
-Perdone, doña África, me choca lo de “vida alegre”… -le interrumpió el enfermero con una sonrisa.
-Habría sido una puta maravillosa, pero no tuve que cobrar por amar. Aunque la verdad, más de una vez tuve que pagar por la compañía de un garañón brasileño, je, je -reía doña África al responder.
Antes de salir con sus pastillas, doña África soltó para siempre el bastón y cayó de bruces.
-No dejéis pasar ni un beso, ni uno solo… -entendió el enfermero al agacharse a atenderla.
Aún agarrado en su mano izquierda, un pequeño libro medio abierto, a modo de agenda, dejaba ver la fecha de ese día con una nota: “Felipe Mancera, setenta y tantos pero de buen ver. Cinco de la tarde, después de la consulta. Condiciones: Una ramo de margaritas y sin ropa interior”.
Antes de llamar a sus familiares, el enfermero se guardó el libro en el bolsillo.
2 comentarios:
Genio y figura hasta la sepultura.
"Vivo recordando...", todo eso hasta "...al tiempo juntos", me ha parecido precioso. Tan real como si me lo estuviese contando a mí.
Y el escrito completo, estupendo, don Gabriel.
Indiscreto ese enfermero ¿eh? ahora que doña África no tiene desperdicio, lástima que no encontrara un amor verdadero y duradero. Buen relato.
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