El capitán de las tropas de Granada, Abdul Ben Adal, invicto desde que nació, volvió derrotado por primera vez. No había perdido la batalla, que no llegó a celebrarse, ni perdió un solo hombre: sólo él cayó en combate singular contra un guerrero cristiano que, cuando lo tuvo en el suelo y con su enorme espada en el cuello, descubrió su rostro y resultó ser una mujer. Una hermosa mujer de unos cuarenta años, que se presentó como Elvira de Montemayor.
-Mis huestes vuelven de una pieza con sus seres amados y yo recupero mi castillo antes de perderlo al luchar contigo, árabe. Dime si no era esta la mejor solución.
-Mis hombres no volverán a respetarme y perderé la cabeza al volver a Granada, mujer. Porque el rey Al Moidar no me perdonará no haber conquistado tu plaza para su mayor gloria.
-Dale cuentas de los hombres a los que has salvado la vida poniendo en riesgo la tuya. Seguro que lo comprende y te perdona.
No fue así: Al llegar a palacio, el rey personalmente pidió un hacha para ejecutar él mismo a su capitán.
-¡Dadle una oportunidad, mi señor!, -gritó una voz de entre la multitud.
El rey levantó el hacha y vio avanzar a un guerrero cristiano con el rostro cubierto y portando una espada de gran tamaño.
En medio de la plaza, sobre el cadalso, rey y guerrero se desafiaron a muerte para el vencido y la vida de Abdul como premio.
Después de unos golpes que hacían gemir el viento al ser esquivados como lo harían dos juncos bailarines, el guerrero cristiano desarmó al rey y le hizo caer.
Con la espada en el cuello del árabe, el guerrero volvió a descubrirse. Esta vez Abdul sonrió ante la mejor espadachín que había visto.
-Toma mi vida, -dijo el rey.
-No la quiero. Dame la de tu capitán, -respondió Elvira.
El rey se sintió humillado por segunda vez en un solo día.
-Te contentas con menos de lo que has ganado al cambiar un rey por un capitán, -masculló el rey.
-Cambio un hombre que me miró a los ojos y que combatió para evitar la muerte de muchos de sus hombres por otro que no ha sabido salvar la de uno solo para combatir su soberbia.
De un tajo, Elvira cortó las cuerdas que ataban las manos de Abdul, que se levantó y le besó la mano.
-Habéis redimido al reino de Granada, dando la mejor lección a quien manda en todas las vidas de sus habitantes. Espero que sepa apreciarla, -dijo Abdul.
El rey bajó los escalones y anduvo por entre la muchedumbre que había presenciado el combate y se abría a su paso.
Al recoger del suelo la coraza de su capitán, se quitó la dorada que tenía puesta, la de general único de sus ejércitos, y fue a ponérsela a Abdul, ayudándole en silencio con las amarras y los broches.
Fue la primera vez que sintió que sus súbditos le aclamaban como rey en lugar de hacerlo como dueño.
Al llegar a su castillo, Elvira supervisó el torneo del día siguiente y comenzó a ejercitarse con su espada de entrenamiento, tres veces más pesada que la utilizada aquel día contra los árabes.
2 comentarios:
Preciosa historia de "caballera" con lección de perdón y respeto incluida.A esa Elvira me hubiera gustado conocerla zizeñó.Me ha sorprendido esta historia tuya de moros y cristianos con su seriedad. Muy bien narrada.
Honorable hazaña la de la valiente dama Elvira. Gloria a la heroína. ¡Qué bien contada!
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