Ayer, día de nuestro señor de veinticinco de
abril de 2012, arribé a una calle que distaba menos de mil trescientos metros
del recinto ocupado por la Feria de Sevilla.
A lo lejos, igual que a mi lado, según mi amigo
Lolito Parker Smeit me relataba por el móvil, miles de mujeres giraban
vertiginosamente y por parejas –a veces en grupos reducidos de cincuenta- y se
cambiaban de lado y cruzaban, en lo que ellas llamaban “otra má, otra má” al
compás de una música que surgía cada sesenta centímetros de avance del gentío.
Una de ellas, en un movimiento de brazos invisible para el ojo humano europeo,
le mandó el móvil a un puesto de azúcar de colores –algodón rosa, exactamente-
lo que le hizo usar el de guardia, reservado sólo para contingencias de tipo extremo.
A continuación, a punto estuvo de meter el citado en una jarra de líquido
fresquito y amable de beber, con poca graduación alcohólica y casi ninguna
exigencia de estatura para ingerirlo, según Parker Smeit, y según su nombre lo
indicaba: rebajito.
Mientras, en mi vagar en busca de la fiesta
universal retrocedí metro y medio debido a la vomitona de un señor catalán poco
acostumbrado a mezclar pescado frito con mortadela rellenas con aceitunas
rellenas. Juraba, admirado, que nunca había sido centro de atención de tanta
gente cercana (no podíamos separarnos mucho) y agradecía el gesto repartiendo
cientos de servilletas de papel de vivos colores.
Un guitarrista, con el hueco de su instrumento
hacia arriba, pedía por favor que dejaran de introducir monedas de uno, dos y cinco
céntimos de euro que los monederos de telas parecían disparar, como el efecto
volcán hace con la lava, del mismo color cobrizo y brillante. Y pesado.
Mientras más gritaba pidiendo euros completos, más se le aplaudía y concentraba
gente alrededor, gente de todas las edades que unos autobuses rojos y naranjas
vertían en las aceras, haciendo que mis cuatro metros ganados de avance en el
día se perdieran. Como en la Bolsa.
Sentí como una mata de romero se metía por uno
de los agujeros de mi nariz y cuando culminé una serie de diecisiete estornudos
gracias al estímulo de dicha planta en mi pituitaria, fui incapaz de devolver
la planta a su portadora, quizá también pensando que era una tontería dejar que
la excepcional navaja que llevaba llegara a desabotonar mi inmaculada camisa.
Por el móvil, Lolito me animaba a no dar más de sesenta céntimos en efectivo
por el romero. Prudentemente, firmé un cheque al portador por otros sesenta
céntimos y lo añadí al pago, lo que me permitió terminar mi entrevista con la
señora escondida tras la espesura de su bigote, difícil de camuflar con el
romero.
En otra trifulca, causada por el abofeteo a
caballo de dos amazonas guapísimas, los animales se dedicaron a besarse sin
recato alguno y a punto estuvieron de dar con sus bellas amazonas en el suelo.
Una de ellas, concretamente la más morena de las dos, quedó hábilmente agarrada
a una farola mientras su corcel intentaba maniobras mucho más atrevidas que el
beso inicial con la otra, una yegua de tronío. El follón nos dio, como en el
rugby, unas veinte yardas de avance.
Lolito, impaciente, me juraba que no me iba a
esperar ni un minuto más y que, por primera vez, comenzaría su bailongo con la
señorita jerezana doña Esperanza de Brandy y Aranguren. Que allá yo con mi baño
de masas y mis ganas de mezclarme con la población local.
Cuando el guitarrista notó las notas musicales
que destilaba al chocar con mi cogote su guitarra, semi llena de monedas de
cobre, cogió su libretita de composiciones espontáneas y allí mismo compuso una
melodía que, días más tarde, había de darle en una canción del verano de gran
éxito popular. Y, como consecuencia, los más de diez metros de avance que
conseguí al ser introducido por la puerta de una ambulancia, reconocido y dado
de alta de forma exprés, y expulsado por la otra.
Y allí, en ese momento, la vi.
La portada. Desde lejos, pero real. La Portada
del Real.
Era cierto, después de todo.
El momento parecía, además, propicio. Era
cuestión de aprovecharlo.
Unos jóvenes, por lo visto futbolistas e ídolos
para la población autóctona, levantaron a modo de celebración una copa de latón
apurpurinado, tal y como lo hacen los que ganan un trofeo o campeonato,
encendiendo el fervor y el griterío de la gente cercana. Dado que la ceremonia
incluye en su desarrollo la llamada fase “hacer el pasillo a los vencedores”,
me vi succionado entre dos hileras, dos marabuntas de sevillanos que fabricaban
un corredor que llevaba a la entrada del fiestorro. Un par de caraduras más,
más o menos de mis años, pusieron la misma cara de entrenador que yo puse para
justificar el privilegio de llegar varias horas antes al Centro Mundial del
Bailongo que los que habían salido de su casa al amanecer.
Y traspasé el umbral. Lo juro por mi río
Támesis y las corvas de mi reina. Y mientras el ruido de mis pisadas
desaparecía al caminar sobre una alfombra depositada por el ardiente caballo de
unos minutos antes, pude ver cómo millones de lunares surgían en movimientos de
cinturas estelares, en cimbreantes andares. Pedí, pagué y bebí un agua de
solares.
La llamada de Lolito me sobresaltó. Con el
laconismo de un telegrama, me orientó lo suficiente para que me quedara quieto
y él, golpeando suavemente mi hombro, me certificara que había llegado a mi
destino. Acepté de modo inmediato y entré con él en una “caseta”, donde
certifiqué de nuevo cómo, sin ser adhesivo, las hembras sevillanas pueden
embutirse en trajes que ciñen como hay que ceñir.
Hechas las presentaciones pertinentes entre mi
persona y los habituales asistentes al recinto, incluida la excepcionalmente
guapa señorita Esperanza, de la que no resistí la invitación de bailar, me
dispuse, en efecto, a dejar que el mundo girara alrededor de unos volantes
envueltos en nubes de albero.
Dado que la danza de seducción del baile de esta
zona del Paraíso tiene momentos de cercanía inevitables, gocé como un cerdo de
Yorkshire cuando de los hermosos labios de la señorita Esperanza brotó un
“hueles a romero” que supe que le salía del alma.
Terminado el baile, surgió el momento de hablar
de cosas que se lleva la gente a la feria para hablar de dichas cosas allí. Fue
uno de los ratos sin medida de tiempo más agradables que he pasado.
Sé que corrió el vino, mucho más deprisa que
yo. Pero algo hizo, el tiempo, la conversación, el baile, la cara de tonto de
Lolito, los ojos de Esperanza… que no me emborrachara de alcohol. Quizá fue,
hoy que lo recuerdo, eso que llaman embrujo. Estoy seguro de ello, hoy en el
altar, a punto de besar a Esperanza, con Lolito a mi lado, de padrino.
Sevilla, a veintiséis de abril de 2012.
2 comentarios:
Uff. ¡Vaya noche! Por un momento creí que nos llevarías a la calle del infierno.
Se me ocurren tres o cuatro preguntas sobre la boda del día siguiente, pero no me voy a poner realista.
:))
Genial.
Fíjate cuánto puede dar de sí una feria a un extranjero. Me encanta tu trepidante noche de feria, y el olor a romero del protagonista por arriba (supongo), porque los pies, tras pisar la "plasta" del caballo...En fin, embrujo puro y duro, y diversión. Un besazo.
Nota a los extranjeros: La feria no es tan bestial como en éste relato pero igual de divertida.
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