La Luna no quería salir. Estaba llena y se sentía gorda, con mal aspecto. Fueron llegando los planetas para convencerla, pero no hubo suerte.
-El Sol tiene la culpa, -decían todos, sin ser capaces de mirarle a la cara fijamente.
La Tierra no quería intervenir en los asuntos de la pareja, pero tenía otras miles esperando a enamorarse.
Un espejo muy grande resolvió el problema. Uno de esos de las ferias, donde tu imagen se alarga y se hace esbelta. Después de un rato, La Luna se veía de nuevo en cuarto creciente, fina y puntiaguda, con algo de misterio.
El Sol dio por terminado ese día un poco antes y se acercó a verla con rayos rojos que giraron a su alrededor antes de perderse en el horizonte. Ella le hizo esperar lo justo, porque salió temprano, de improviso. Para deslumbrarle de noche.
Y lo consiguió.
1 comentario:
Celebro esa vertiente romántica que veo asomar por tus renglones. Has motrado a una luna coqueta y a un sol impaciente. Estaré hoy atenta para verlo rendirse al magnetismo de su plateada figura. Precioso.
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