Durante nuestro viaje de divorcio de hiel, Maruja y yo nos peleamos a todas horas, a solas o no, sin importarnos la locura que nuestra juventud nos alentaba.
Si había una silla libre en cualquier tasca infecta en la que entrábamos para desayunar, ninguno se levantaba a traerle al otro un vaso de agua temiendo perder el asiento.
Si nos juntábamos con alguna pareja que también viajaba, recordábamos para ellos, con nostalgia, cómo nos habíamos aburrido durante tres días que pasamos juntos en casa, por culpa de un derrumbe que nos obligó a convivir hasta que nos rescataron los bomberos
De noche, con un único envite de sus caderas me enviaba debajo del sofá lleno de pelusas del hotel de una estrella en que nos alojamos.
Aún recuerdo cómo rodamos por un terraplén por evitar ver juntos un atardecer. Magullados, ninguno ayudó al otro a levantarse y caímos dos veces más.
Hoy, cuatro meses después de aquello, aconsejamos a unos amigos insufribles, que se llevan a matar desde que se casaron el mismo día que nosotros, hace cuatro meses y tres días, a organizar un viaje para cuando el sueño de su divorcio se haga realidad.
-Estudiad las ofertas. Hay épocas para celebrar divorcios en sitios innombrables por cincuenta euros, con todo excluido. Una ganga.
3 comentarios:
Ja, ja, ja...
...Eso es tener la situación clara.
Es cierto: los divorcios, casi siempre hay que celebrarlos.
Me quedo con la boca abierta, una vez más, por tu ingenio.
Un beso, Gabriel.
Sí señor, hasta en los divorcios hay que pasárselo bien. Qué me gusta eso de que rodaron por un terraplén por evitar ver juntos un atardecer. Eso si que es pasión.
JAAJA. ¡Qué barbaridad!
Y es que cuando decimos a desquerernos todo nos parece poco.
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