Jack el Destrepador.
Nacido
el mismo día que señalaría para siempre sus cumpleaños, Jack Templeton Perrugolarrartegui,
puesto bocabajo por la comadrona de guardia que le asistió, comprendió que
nadie debe creerse nada en ningún sitio: rechazó la cunita blanca a estrenar
que le ofrecieron sus padres y eligió una de esparto, sin sábanas, destinada a
recoger la ropa sucia del ala de maternidad. La prevista para él fue ocupada
por Wilson Mahatma Daikiri, nacido dos minutos antes que él.
En
su fulgurante carrera contra el estatus sin baremo previo, Jack arremetió
contra el obeso director de su guardería en el preciso momento de la entrega de
una medallita de latón apurpurinado que el propio director intentaba entregar a
Isadorita Powerdere, ganadora de “los seis saltitos sin caerse”. Isadorita, con
sus lindos bucles rizados, había recibido “cierta ayuda” de su primo Hipólito
en el quinto salto. Jack provocó que sus padres vinieran a recogerlo, aunque
tuvieron que esperar a que devolviera la medalla que se había tragado antes de
poder llevárselo a casa.
Desde
entonces, la vida de Jack contra los trepas se construyó como autodidacta. Creó
su propio estilo.
Encerrado
en un granero desde que aparecieron los granos en su cara, Jack consiguió que
112 de sus 113 víctimas reconocidas no accedieran a cargo público alguno sin
méritos certificados. El que pudo huir, a gritos y con una credencial falsa que
no llegó a arder en el microondas de Jack, fue encontrado en un departamento de
personal de la gerencia de urbanismo de Londres, gritando como un poseso que si
bien su tío le había recomendado para un cargo público, él reunía capacidad
suficiente para desempeñarlo.
Tardó
apenas una semana en recordar dónde había apuntado la dirección de Jack, pasar
a limpio el papel y sellar dos copias antes de dirigirse por escrito a la
comisaría más próxima, donde el recepcionista le preguntó por el modelo
SKapasono, que le hizo rellenar por triplicado.
El
grupo policial que irrumpió en el cubil de Jack quedó horrorizado ante la
visión de las paredes: renuncias firmadas a puestos de confianza, anulación de
contratos prometidos para puestos de asesores sin oposiciones… Debajo de los
títulos, las fotos de las víctimas firmando de su propio puño y letra provocó
escalofríos en varios de los agentes. No habían visto algo similar en sus
carreras.
Algunos
casos concretos estremecieron muy particularmente a los encargados de
transportar los documentos encontrados, algunos en buen estado, la mayoría
descuartizados, que sólo en el laboratorio grafológico podrían ser
identificados.
En
concreto, la víctima catalogada como Elmer Turner Palmer desató la náusea. Se
trataba de un tipo que “había llevado los asuntos” del concejal de turno para
asuntos relacionados con el color de los semáforos. Elmer había conseguido
ganarse la confianza de los sucesivos jefes durante años y, la vez que un
alcalde quiso normalizar el personal, Elmer consiguió un sello que le colocó
como fijo ante cualquier examen para ocupar “su” plaza. La noche en que colaba
su papelote en el cajón principal del alcalde, Jack estaba esperándolo. Durante
una noche interminable, obligó a Elmer a renunciar al cargo, presente y futuro,
en posturas abominables, algunas de ellas inverosímiles, que grabó en DVD. Al
amanecer, con luz natural, un Elmer agotado y tendido boca arriba sobre la
alfombra, juró no volver a camelarse a nadie para trepar por un sueldo fijo. Al
pasar a su lado, Jack dejó sobre su pecho una copia legible de la declaración
jurada que Elmer regó con abundantes lágrimas.
Durante
el Gran Juicio, Jack no negó ni una sola de las acusaciones. En un momento,
cuando un juez interino por su culpa le preguntó si él mismo no había querido
ser “el niñito de mami” alguna vez, Jack le clavó su mirada y respondió “jamás”
en varios idiomas, lo que recordó al juez por qué no alcanzó la plaza de
titular y le hizo abandonar la sala entre sollozos.
Condenado
a ver videos de vacantes ocupadas por personal no laboral, sin contrato
indefinido, Jack tuvo una última intervención que arrancó escalofrío y
admiración en la sala. En ella, pidió la celda más parecida al calabozo medieval
que hubiera en la penitenciaría Dakinosesal, de máxima seguridad. Él sabía que
“no era el primero en la lista” para una celda con suelo y camas.
Olvidado
el terror, disuelto el mito, hoy encontramos delegaciones de distintos tipos de
administraciones donde cada persona que acude a su sillón lo hace sin tener que
esgrimir su título cosido a la espalda, como obligó Jack a muchas de sus
víctimas.
2 comentarios:
¡¡¡A este nos lo devuelven que nos hace falta!!!
Mira que en política haría un gran papel! Al menos podría dar ejemplo!
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