Blas el Encalador.
Transilvaina
(tierra de tontos o “del tonto” en rumano a mano). Año bisiesto. Amanece.
Rupiasko
Beaporuvas y su mujer (ya me acordaré del nombre), se levantan para empezar el
día por el principio. Salen de su tosca vivienda campestre, aislada, a más de seis
metros de la casa más cercana y se quedan espantados. La parte frontal, su
fachada, aparece con una pintada “Rupiasko, qué asco”, sin firma, ante la
inminente presentación de Rupiasko para presidente de la central patatera de la
comarca. El matrimonio es bajito y no dispone de escaños para limpiar su
carrera política.
De
pronto, sin haber desayunado, dos flechas cruzan el cielo. Una gallina blanca y
atontada está a punto de ser ensartada al andar por el tejado, pero las dos
saetas alcanzan plenamente su objetivo: se clavan sobre la pintada, haciendo
dos tenues agujerillos de los cuales mana un líquido espeso y blanco satinado
que, en su descenso lento por la pared, cubre por completo el lema y salva una
campaña electoral a punto de irse al traste.
El
testimonio del hecho anterior,
escalofriante, dejó en blanco el informe del comisario Jeffelsen Sato, hombre
de gran experiencia en asuntos claros. Y lo archivó, sin más. Pero sin ponerle
un “clip”, por si acaso.
Varios
días después, dos colonos modernos, la pareja de hecho formada por la
decoradora Anatolia Dapornudo y el analista de boñigas Mahatma Dera, se
estableció en una casa de reciente construcción, en la zona cercana a la casa
de Rupiasko, es decir, a una distancia corta de la misma. Sólo hubo que
desenredar las cortinas de una y otra ventana del comedor para comprobar que
eran dos viviendas separadas. El hecho es que la pareja tenía ideas
revolucionarias para la ornamentación externa de su hogar. La mujer, no en
vano, había coloreado miles de letrinas en pleno campo de batalla, reduciendo
al verlas la frecuencia de su uso y por tanto el coste de su mantenimiento. De
tal modo que, sin encomendarse a nada, antes de la primera noche la casa estaba
pintada de cuatrocientos doce colores, en una aproximación del concepto
creativo de sus moradores.
A
la mañana siguiente, Anatolia sufrió una antipolicromatosis
vacilante, según el médico local, y un cabezazo en el suelo según los
vecinos. Todos juntos, aterrados, pudieron ver el inmaculado color blanco mate
que lucía la casa. Querían creer a los modernos, aceptaron de hecho su
invitación a tomar leche mojada en leche, pero dudaron de la palabra de sus
anfitriones: ¿cómo era posible perder el color, demacrarse, de un día para
otro? ¿acaso alguien puede quedarse en blanco, exámenes de filosofía aparte?
Estas preguntas aterrorizaron a la pareja de hecho. De hecho, ante los hechos,
sólo pudieron servir un bizcocho hecho, quizá demasiado hecho, y callar en
silencio.
Blas
observaba a lo lejos (en realidad, observaba la casa desde lejos), a más de
once metros. Su mano no paraba de remover con un palo la última lata de cal
inmaculadamente blanca con un poquito de azul para que “no amarilleara”. Una
mezcla que le daba la vida cada día, alejándolo de la oscuridad.
-¡Ha,
ha, Ha, ha, Ha, ha, Ha, ha! –reía modificando el tono de cada sílaba de modo
alternativo. Nunca, salvo en lo blanco, exigía la uniformidad. El blanco
eterno. El que nunca se pasa de moda.
Paró
de remover y removió su pasado: su planificada boda de blanco, en la que él
mismo, por equivocación, se metió en la boda de al lado, saturada de colores
pastel y verde botella, estuvo a punto de casarse con un pastor dedicado al
sudoku y dio tantas explicaciones que, cuando llegó a su propia ceremonia, sólo
encontró, tirado en el suelo, el vestido blanco de la ya mujer de otro, el
guitarrista de blues O’conor Ocaña, al que vio partir en una excavadora con su
ya esposa, la encantadora Blanca Alba Claricia, su novia de toda la vida, a la
que conoció en un punto blanco, tirando calcetines y ropa interior caqui y
sintiendo que eran cada uno el blanco de las flechas de amor del otro. Se
citaron en un banco blanco, abrieron una cuenta blancaria y rehusaron blanquear
dinero. Por la tarde, compraron unos pastelitos de nata y escucharon dos discos
de merengue. Soñaron con cantar juntos “blanca navidad”, prohibir los chistes
verdes, el humor negro…
Sólo
podía dormir de noche, en sábanas blancas.
Un
grumo que empezaba a formarse al dejar de remover le avisó para volver a la
realidad: había que luchar para que la comarca siguiera siendo impoluta. Ya
buscaría la palabra en el diccionario. Se sirvió una copa de vino blanco y
practicó dos horas de tiro al blanco, sin fallar ni un solo dardo contra una
pared de 850 metros cuadrados, situada a cerca de metro y medio de distancia.
Dos veces lo hizo con los ojos vendados (no olvidar que la venda, en cualquier
hospital que se precie, es blanca).
Blas
fue capturado durante una pequeña siesta por Jeffelson (su clip preparado en el
bolsillo) y obligado a presenciar cómo todo el espectro cromático era salpicado
sin pausa en la casa de los recién llegados. La mujer se volvía para fijarle la
mirada en cada brochazo de un color tomado al azar de una lata cualquiera y aplicado
a la fachada tanto con rodillo como con brocha delgada para los huecos de las
ventanas.
Los
vecinos esperaban que Blas, ante la turba portadora de goteantes pinceles de
exterior, apostatara del blanco y firmara un cheque en blanco para correr con
los gastos.
No
fue así. Ni mijita.
Fue
tal el ansia vengativa desatada para aplastar las níveas ideas de Blas, que la
Naturaleza, otra que se las trae, desató su ciencia poniéndola a favor de
quien, en ajedrez, siempre jugaba con fichas blancas en ambos lados. El hecho
físico fue contundente: si pones todos los colores, obtienes, por fotoniación holiostástica, el color
blanco. Así se sabe desde aquel día de un año bisiesto. Los presentes se
quedaron con los ojos en blanco y la boca abierta, dejando ver dentaduras
blanquísimas.
Blas
se soltó de las cuerdas con que estaba atado y se fue a dar vueltas por el
mundo, transmitiendo sus ideales, pleno su convencimiento de saber que, en la
mayor confusión para pintar una salita, él obtendría la solución más sencilla:
empezar de blanco a sabiendas de que, si te lías, llegas a él. Fue invitado en
la Casa Blanca, a Santa María la Blanca, al Polo Norte y Sur (donde tuvo un lío
con una tal Nieves) y en todos esos sitios dejó instrucciones de cómo separar
la ropa de color, fuera cual fuera, de la inmaculada, nívea, resplandeciente y
sexy ropa blanca.
Una
vez se quedó sin blanca y pidió a su primo que le mandara un girillo. Por lo
demás, invitado allá por donde iba. En Disneyworld se hizo fotos con la
mismísima Blancanieves.
Mitad
héroe, mitad villano, su epitafio, al pie del Mont Blanc, dice
“Blankuriasaantioskuri nopringadalkitranas ostiavivalacal”, pendiente de
traducir.
1 comentario:
Hey amigo! Se ve que no te quedaste en blanco ante el papel. Es muy blanqueante tu blanquirelato.Da un poco de pena tu protagonista de tan tonto que era. Me has echo pasar un buen rato. El epitafio lo has bordado. Ya sé a quién le encargaré el mío. Jajaja.
Publicar un comentario