En Barrovientos no se subió nadie. El metro
salía siempre con prisas de esa parada, cogía dos curvas seguidas y los
pasajeros no se movían para no caerse. En la siguiente, en Tapias, comenzaba el
ritual del tipo bajito y con jersey azul. Ayer me tocó a mí. Se aferró con
fuerza a la misma barra vertical que yo, poniendo cara de esfuerzo y seguridad
en el agarre. Después comenzó su charla sobre fútbol, que cambió con rapidez al
ver que yo no entendía nada. Me dio la espalda aprovechando un acelerón y su
mano derecha entró como una lagartija en el bolsillo inferior de mi bolsa. Allí
había pañuelos y un bolígrafo, que se quedó en su pantalón con una velocidad de
vértigo. Era un prolegómeno, me dije, una presentación de credenciales. Era
bueno.
En lugar de profundizar en el resto de los
bolsillos, cambió de objetivo y una cartera de mano voló a su bolsillo con vida
propia desde el gabán de un ejecutivo que enviaba órdenes gritonas por un
móvil, para que se cumplieran antes de que él llegara. Entonces el metro se
detuvo en Plaza Rovira, la que llamamos del aluvión. Los vagones se llenan
durante cuatro estaciones y no se baja casi nadie hasta la terminal, la de
Casablanca. Es en ese trayecto donde el del jersey azul desarrolla su
virtuosismo. Mientras los demás viajeros nos aferramos a cualquier asidero, él
parece flotar ingrávido como Fred Astaire, y alguna que otra vez pide disculpas
por agarrarse levemente a algún viajero. Lo que le hace un genio es que mete la
mano en el bolsillo del que está cerca del que le sujeta. Ahí radica su
originalidad.
En Casablanca, el tipo se escurrió entre el
alud de viajeros y bajó mucho antes que yo.
Parecía ágil, seguro que correría mucho más si
intentaba perseguirle.
Cuando me miró por la ventanilla desde el andén,
empezó a sonreír y metió su mano en el bolsillo de su camisa.
Al mismo tiempo, cogí su cartera y la del
ejecutivo y las apreté abiertas contra el cristal, sonriéndole yo también. Sacó
su mano del bolsillo y, al pegarla, manchó por fuera de tinta azul el cristal,
del mismo color de su jersey, debido al bolígrafo roto que había sacado de mi
bolsa.
Sin más, me aplaudió y se dio la vuelta.
Por si acaso, me bajé dos paradas más de
Casablanca y caminé hasta mi trabajo en la comisaría de Arriola.
En la ventanilla de objetos perdidos, cuando
abrí, él estaba el primero de la cola para firmar el recibí de su cartera. Le di un bolígrafo nuevo y se lo guardó. No
miró el contenido y se fue, supongo, hasta la parada de metro más cercana.
3 comentarios:
Qué bueno, el juego con el carterista que se quedó sin cartera. Ese poli promete, pero ¿por qué le devuelve su cartera?
Pues diría yo que cada uno conoce mucho del mundo del otro y acepta el juego. De todos modos, el carteristas no deja de ser alguien que ha ¿perdido? algo y lo reclama. Por ahí tienen que ir los tiros.
Besos.
Gracias por la aclaración. Pensaré en ello.
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