miércoles, 11 de septiembre de 2013

Grandes entrevistas de la Historia (7).


Atila, el huno.

¡Borromblof!, ¡zapatatoporróm!  Y ahí lo tenemos: humo de huno.
Aparece por la ventana del primero entresuelo Atila, el huno, y tira doce macetas repletitas de hierbas,  grama y césped de la mejor calidad.
El presentador, que se ha pasado medio invierno regando lo tirado con un cuentagotas de a milímetro cúbico, se dice que no ha acertado con su invitado de ultratumbona. La piedra que le ha tirado a la cabeza ha fallado y ha destrozado los dos maceteros que quedaban en el alféizar.
-Mala suerte, mojamielda, y buenas noches mijito, –dice el Atila al sentarse en un chaise longue y cogiendo una revista de deportes.
-Maldigo tus empeines, de uno en uno, huno. Aunque sean dos. Y buenas noches –replica el presentador.
-Pues aquí estoy tan ricamente, chupamondas, -dice el terrible, con una sonrisa quedona, mirando a tres azafatas al mismo tiempo, a lo grande, las cuales han puesto en su casco los números de teléfono, móvil y como hallarlas prontito en el facebook.
El presentador, algo desplazado, consigue un asiento en segunda fila del plató, desde el que intenta mantener su estatus. No consigue que el invitado le oiga entre el griterío de las féminas que se le echan encima y que el caballo de Atila se ha comido kilo y medio de cables de alta generación, dos bombillas y medio altavoz de los graves. De los más caros.
El productor acierta a pasar por el estudio y tarda en salir lo que se tarda en decir “esto lo pagas tú, mocotierno, vaya que sí”.
Atila rehúsa una tila señalando al que sí la pidió, el presentador, que se la inyecta en vena. “tranquilo, Sisebuto José, que esto tiene que tener arreglo”, se dice el considerado como sucesor directo del gran gurú de las entrevistas, el majestuoso Komostasami Gomío.
El barullo crece. El presentador tarda lo justo en enseñar al caballo a comerse sólo lo baratito de la productora, y le da sombreros y bolsos que no serán echados de menos. Se siente por un momento pre-parado y se lanza como un nadador encima de la montaña de hembras que asedian al Atila en determinados grados de exigencia, según el huno va dando turnos a hunas y otras.
Deshaciéndose de varios pares de sostenes y algún refajo anterior a 1964, el presentador consigue acercar el micrófono al Atila, que vacila tanto como un bantú emitiendo bonos del BCE al descuento. Pero el presentador es terco y consigue, cuando lo dejan caer al suelo a bulto, una posición de privilegio, preguntadora y directa.
-Pero bueno, ¿sigue usted metido en arena, en este caso harena, ein?
La pregunta es de compadreo, para que quede bien ante los millones de espectadores que presentan la entrevista en directo. Pero surge una valiente, que se va directa al cinturón del bárbaro, se lo guarda como recuerdo y se tira al pantaloncito de nutria que traía el Atila. Es de las peleonas y consigue, por fin, presenciar en directo el teórico epicentro de la furia bárbaroatiliana.
El resultado no pasa de un término medio albaceteño sin grandes trolas. Poco a poco se apaga el griterío y se hace un silencio en el que el caballo, de lo más sensato del grupo, recoge el pantaloncito y se lo echa por encima a su jinete, que, en palabras más o menos entrecortadas, parece que se disculpa mientras se aleja.
Antes de perder la tarde, otra fiera de entre la ingente cantidad de gente que había, se percata de que se ha rozado sin poderlo evitar durante dos minutos con el presentador.
-Tú, becario, ojito con el micrófono, -le dice pasando del enfado al interés, al observar que el micrófono último lo va masticando el caballo mientras se esfuma sin pena ni gloria con su guerrero venido a menos.
Se hace otro silencio. El presentador se ve venir una marea que le marea. Ve que no puede controlar el timón y se dice que bueno, que por lo menos no habrá perdido el día. Además, al ver crecer el murmullo en cuanto a valoración, se crece en todas las direcciones. Cosas del oficio.
Al fondo, un tenue blublublushshsh acompaña a la desaparición del teórico fiera, al que no hace caso nadie. De hecho, deja un par de cartuchos de monedas de oro como prenda para todo lo que ha roto y el césped –eso sí- que habrá que volver a sembrar. Poco más.

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