Atila, el huno.
¡Borromblof!,
¡zapatatoporróm! Y ahí lo tenemos:
humo de huno.
Aparece
por la ventana del primero entresuelo Atila, el huno, y tira doce macetas
repletitas de hierbas, grama y
césped de la mejor calidad.
El
presentador, que se ha pasado medio invierno regando lo tirado con un
cuentagotas de a milímetro cúbico, se dice que no ha acertado con su invitado
de ultratumbona. La piedra que le ha tirado a la cabeza ha fallado y ha
destrozado los dos maceteros que quedaban en el alféizar.
-Mala
suerte, mojamielda, y buenas noches mijito, –dice el Atila al sentarse en un
chaise longue y cogiendo una revista de deportes.
-Maldigo
tus empeines, de uno en uno, huno. Aunque sean dos. Y buenas noches –replica el
presentador.
-Pues
aquí estoy tan ricamente, chupamondas, -dice el terrible, con una sonrisa
quedona, mirando a tres azafatas al mismo tiempo, a lo grande, las cuales han
puesto en su casco los números de teléfono, móvil y como hallarlas prontito en
el facebook.
El
presentador, algo desplazado, consigue un asiento en segunda fila del plató,
desde el que intenta mantener su estatus. No consigue que el invitado le oiga
entre el griterío de las féminas que se le echan encima y que el caballo de
Atila se ha comido kilo y medio de cables de alta generación, dos bombillas y
medio altavoz de los graves. De los más caros.
El
productor acierta a pasar por el estudio y tarda en salir lo que se tarda en
decir “esto lo pagas tú, mocotierno, vaya que sí”.
Atila
rehúsa una tila señalando al que sí la pidió, el presentador, que se la inyecta
en vena. “tranquilo, Sisebuto José, que esto tiene que tener arreglo”, se dice
el considerado como sucesor directo del gran gurú de las entrevistas, el
majestuoso Komostasami Gomío.
El
barullo crece. El presentador tarda lo justo en enseñar al caballo a comerse
sólo lo baratito de la productora, y le da sombreros y bolsos que no serán
echados de menos. Se siente por un momento pre-parado y se lanza como un
nadador encima de la montaña de hembras que asedian al Atila en determinados
grados de exigencia, según el huno va dando turnos a hunas y otras.
Deshaciéndose
de varios pares de sostenes y algún refajo anterior a 1964, el presentador
consigue acercar el micrófono al Atila, que vacila tanto como un bantú
emitiendo bonos del BCE al descuento. Pero el presentador es terco y consigue,
cuando lo dejan caer al suelo a bulto, una posición de privilegio, preguntadora
y directa.
-Pero
bueno, ¿sigue usted metido en arena, en este caso harena, ein?
La
pregunta es de compadreo, para que quede bien ante los millones de espectadores
que presentan la entrevista en directo. Pero surge una valiente, que se va
directa al cinturón del bárbaro, se lo guarda como recuerdo y se tira al
pantaloncito de nutria que traía el Atila. Es de las peleonas y consigue, por
fin, presenciar en directo el teórico epicentro de la furia bárbaroatiliana.
El
resultado no pasa de un término medio albaceteño sin grandes trolas. Poco a
poco se apaga el griterío y se hace un silencio en el que el caballo, de lo más
sensato del grupo, recoge el pantaloncito y se lo echa por encima a su jinete,
que, en palabras más o menos entrecortadas, parece que se disculpa mientras se
aleja.
Antes
de perder la tarde, otra fiera de entre la ingente cantidad de gente que había,
se percata de que se ha rozado sin poderlo evitar durante dos minutos con el
presentador.
-Tú,
becario, ojito con el micrófono, -le dice pasando del enfado al interés, al
observar que el micrófono último lo va masticando el caballo mientras se esfuma
sin pena ni gloria con su guerrero venido a menos.
Se
hace otro silencio. El presentador se ve venir una marea que le marea. Ve que
no puede controlar el timón y se dice que bueno, que por lo menos no habrá
perdido el día. Además, al ver crecer el murmullo en cuanto a valoración, se
crece en todas las direcciones. Cosas del oficio.
Al
fondo, un tenue blublublushshsh acompaña a la desaparición del teórico fiera,
al que no hace caso nadie. De hecho, deja un par de cartuchos de monedas de oro
como prenda para todo lo que ha roto y el césped –eso sí- que habrá que volver
a sembrar. Poco más.
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