jueves, 22 de noviembre de 2007

LA ROSA Y LA ESTRELLA


Sucedió en una de esas templadas noches que preceden al caluroso verano, allá por el mes de abril. Una espléndida rosa amarilla había sido la primera flor del jardín en aquella primavera, y asistía , con la luz de la luna por testigo , al nacimiento de su hija.

Había sentido uno a uno, todos los pasos de su creación: desde el momento en que brotó de su mismo tronco, hasta la templada noche, en que ya sólo faltaba esperar el momento: el estallido de color estaba a punto de producirse.

Pero, entonces, una luz, la luz de una estrella, comenzó a brillar en el firmamento con gran intensidad; con tanta fuerza que casi eclipsaba el resplandor de la luna, y la rosa pudo oír, asombrada, cómo la llamaba por su nombre:

_¡Dorada, óyeme!. Tienes entre tus pétalos el color del sol y desde aquí percibo tu fragancia. Eres la reina del jardín; sin embargo, hoy no me dejas relucir a mí. La luna, que pasa las noches a mi lado, me ignora. Desde tu llegada no ha dejado de contemplarte una sola noche.

¡No te interpongas entre mis deseos, te lo advierto, Dorada! ¡Duerme la noche, cúbrete con tus ramas y reina de día, que la noche es para mí!

_Estás equivocada, estrella. Todas las noches las duermo, pero ésta es especial; mi hija nacerá de un momento a otro, por eso estoy en vela.

_¿Prometes entonces que mañana no tendré que verte?_ preguntó amenazante la estrella.

_Lo prometo.

_¡Más te vale, Dorada; más te vale que sea así, porque te aseguro que de lo contrario, acabarás al otro lado del jardín._

Al instante, la luminosidad fue cediendo y la rosa casi no veía a la estrella. Dejó de mirar al cielo y cuando posó sus ojos en el capullo, éste ya había empezado a abrirse. Ella, emocionada, lo cubrió con sus suaves ramas y lo acunó amorosa.

Fue, sin duda, la noche más feliz de su vida; no obstante, había conseguido la estrella despertar su curiosidad. A veces se sorprendía pensando en la luna y en lo maravilloso de poder alcanzarla.
_"Al otro lado del jardín"_. Hasta que oyó esa frase la rosa no había llegado a imaginar que pudiera haber algo más, tras aquellos muros. Pensaba que la vida no era sino aquel hermoso jardín y el cielo que la vigilaba.

Pasaron varios días en los que la rosa cuidaba de su hija y ambas dormían acurrucadas, todas y
cada una de las noches, pero poco a poco fue advirtiendo que su cría se hacía mayor y que en breve alcanzaría la altura suficiente para trepar por el muro. Dorada nunca lo había intentado, no porque no tuviera posibilidades, sino porque se mantuvo junto a ella; aunque ahora la curiosidad que le provocaron las palabras de la estrella crecía con impaciencia.

Esperó ansiadamente que asomara la luna e iluminara la oscura noche y, desafiando la advertencia de la celosa estrella, acarició a su hija, que ya dormía, y comenzó a trepar por los viejos y desgastados ladrillos. Se fue ayudando, agarrándose a los troncos más leñosos de la yedra, hasta conseguir llegar a la base del muro. Y en ese momento sintió cómo su cuerpo se paralizaba ante el miedo a no saber qué encontraría más allá. Tras varios segundos escondida, temblorosa y cauta, al fin se asomó.

Lo que tenía ante sus ojos rebasaba los límites de su imaginación. Jamás hubiera adivinado tanta belleza; algo sublime la atraía. La luna parecía estar levemente posada sobre un inmenso espejo oscuro que reflejaba toda su forma, toda su luz; y la miraba con amoroso destello, invitándola a bailar una melodía, un susurro al compás de aquel vaivén.

Poco tiempo pudo la rosa disfrutar de aquella escena, porque al instante, en el cielo, la estrella volvió a brillar de ira, y sin mediar palabra, lanzó un poderoso rayo que cortó su tallo hermoso, haciéndola caer a la arena mojada.

La luna, testigo una vez más de la noche, comenzó a llorar de dolor; de dolor por su rosa, por su bella flor, e incitó a las olas a crecer y crecer para alcanzar de nuevo la orilla y recoger a su amada.

Así fue: en una gran concha, a modo de barca, la rosa llegó hasta la luna, salvando el oleaje, para descansar en su regazo, sintiéndose, al fin, libre de la cruel estrella.

Y cuentan que en una madrugada, de esas que vivieron... eternas..., sorprendiéndolas en un beso, una estrella cayó al mar.

Ahora se sabe el porqué de las estrellas fugaces.