Por favor, deja la mesa quieta. Vas a romper el vaso. Yo sólo quiero que estés serena, que no te enfades. Podemos dialogar tranquilamente. Tú haz que yo pueda leer cada palabra, despacio, sin arrebatos. Entiendo tu rabia, no creas que no, pero yo fui más rápida. Dime, hermanita, ¿sabes quién te mató?
¿Cómo dices? ¿Yo? No. Fue tu marido. No te enfurezcas, hermana. Fue él quien lo hizo. Sí, sí. Y tú lo sabes. Claro que sí; no te equivocas, yo le mandé hacerlo. Es lógico, ¿no? De qué manera íbamos a vivir lo nuestro contigo al lado. Cariño, entiéndelo. Yo estaba antes. Le conocí y le amé antes. Pero, tranquila, por lo demás no te preocupes. Te dejaremos estar aquí, en casa, siempre.
Vale, vale, le cuidaré; bueno le cuidaremos las dos. ¿Me perdonas? Gracias, hermana. Ahora da gusto tenerte así, encima de la mesa, más calmadita.
¿Queeeé? No, no, no, no, no, por favor. ¡Deja esa vela! ¡Ay, las cortinas! ¡La puerta! ¡Déjame salir, por favor! ¡A pesar de todo, yo te quiero! ¡Déjame salir, déjame salir, por favor te lo pido…!
Después de todo, no era para tanto, hermana. Ahora, desde tu mismo lado, le veo incluso vulgar. ¿Le dejamos ahí, o lo traemos con nosotras? Vale, vale. Dejémosle sin las dos. Ahora sí que estaremos infinitamente juntas. Te quiero, hermanita.