sábado, 5 de septiembre de 2009

Plagas (1)

Sangre.

Apareció como anécdota en un pequeño bar, el Potitos, una tasca situada en pleno centro de un pueblo de cuyo nombre ojalá pudiera acordarme, porque allí perdí el reloj y un guante. La cosa es que un “parroquiano” pidió una tapa de churrasco con pimientos. A la hora y tres cuartos, tras zaherirle ante el local repleto de dos clientes, le gritó “¿es que no tienes sangre para servir?” (no escribiremos aquí que dentro del signo de interrogación aparecía la palabra “gohone” o similar), pregunta que fue respondida por el camarero sin palabras y con un platito humeante que contenía lo que Drácula soñó durante su adolescencia: sangre masticable. Desde la cocina, la cocinera lanzaba una cebolla pochada que vino a caer en el plato dejando su sabor y alguna salpicadura en la cara del cliente, que comió la tapa, la cebolla y un donut, tras lo cual alzó los brazos, preguntó ¿qué se debe?, no se sabe si pagó, y salió entre gritos de alabanza y aplausos de los dos clientes que abarrotaban el local.

Y así fue el extenderse como la onda que en el lago delata la caída de una piedra: En todas las direcciones. Y fue el bullicio, la caraba y la repanocha y antes de mil minutos justos bares de todas las partes y comunidades autónomas, incluso las menos conocidas, añadieron a su cartel de aperitivos la sangre encebollada. Y fue que esto le plugo a la patronal de la Hostelería, que a partir de ese año estableció la obligación de peregrinar al menos una vez en la vida hasta el Potitos para, en medio de la bulla, con los ojos inyectados en sangre, con los guiris quemándole la sangre, pedirle sangre. Encebollada.