miércoles, 8 de diciembre de 2010

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (XXVIII).

Batalla submarina: orgullo segoviano.

El almirantazgo de Segovia, harto de risotadas por parte de la Armada de Chistonia, que nos ganaban por quince a cero, se gastó treinta y dos mil pesetas de aquellos tiempos y contrató al buzo de primera clase Pedro Gadicto, para ponerlo al frente de los nuevos buques de piñonita y acero que se botarían en el lugar habitual de la batalla: el conjunto de los charcos de Hundet Tettushavá el primer lunes de agosto.

Acto seguido, y a gritos por las azoteas conforme al protocolo, se declaró la guerra a Chistonia.

Se quedó para por la tarde, después de decretar por la mañana que ese día no habría siesta. Ya en la presentación hubo errores de bulto, pues el locutor no se había leído antes la lista y al llegar “al siete de ellos” lo tradujo al público como Moñiduro, cuando su nombre de guerra era Minotauro, conocido así en los siete mares por ser un exquisito torpedero manual. Quien más y quien menos pensó que lo hizo con la idea de bajarle la moral al chaval.

Para variar, se tiró al aire un billete viejo de cinco euros, que bajó pronto al suelo por la pringue y las grapas de costura que llevaba encima. Salió más o menos cara y eligió el capitán chistonio, que dispuso salpicar primero a favor del viento.

Por la borda, y con guantes de goma, los chistonios golpearon con fuerza al mar, pero no con las palmas hacia abajo –que pica- sino como empujando hacia delante. Y vaya si resultó, porque no hubo un integrante de la marina segoviana que no saliera pipandito de agua salada, aunque la sal la tiraran en seis paquetes de medio kilo, arrebatando uno de ellos la gorra a uno de Villacastín.

Lo que no sabían estos chistonios tan creídos en su ventaja, era que Pedro, un pícaro de cuidado, andaba con un sacacorchos pinchando los bajos de los buques de la armada forastera, tan bien plantada ella allí, en frente del acueducto, con esa prepotencia mezcla de Julio Iglesias y el medalla de oro de halterofilia Zhang Xiangxiang.

Algunos marinos de la capital, hartos y heridos en su orgullo, cogieron al alimón unas tarrinas enormes de pólvora, las vaciaron, cambiaron su contenido por polvos picones y se las tiraron a los chistonios por dentro de los pantalones y los zapatos sin pedirles disculpas previas ni póstumas, haciéndoles bailar la conga hacia atrás, algo nunca visto en batalla anterior alguna. El ritmo venía a ser el mismo.

Cuando se puso la cosa de morros, ya se había colado el agua por la mitad de la flota de los chistonios, que no sabían qué fregonas usar para achicar.

Y eso sin contar con un factor inesperado: que con Pedro iba su cuñado Francisco Ignacio de Pons, un contador de chistes incomparable, que hizo que se atragantara en uno de los mejores, ese en que le dice una mujer al marido que la noche de bodas lo va a matar como a las chinches, a base de polvos. Se tuvieron que subir a respirar bien y dejaron la faena a la mitad, si no ese día los de Chistonia se vuelven andando.

La paz se firmó con tinta de calamar segoviano, una especie que deja un recuerdo imborrable aunque se pinte bajo el agua.

Desde ese día, no hay un submarino extranjero que se atreva a pasearse por debajo del acueducto de Segovia.

Espejismo

Ya no converso con seres de otro mundo,
ya no me llaman demonios en el jardín.
Ya no me arañan las uñas de poetas malditos,
ya no vienen a por mí.

Ya no entreabro las puertas del espanto
creyendo y temblando amores con Rimbaud.
Ya no hay liendres a mi espalda clamando de ira,
vendiendo las tumbas de mi habitación.

Ya vuelvo a mirar detrás de mi silla al sentir
que he cruzado otra vez
el umbral prohibido.