lunes, 5 de noviembre de 2018

Niña de Luna


     
      Nací con prisas un tibio día de otoño tras apenas veinticuatro semanas de gestación. Dicen que fui un bebé diminuto, de apenas un par de kilos, tan azul como el cielo y con algunas pelusas blancas cubriendo mi cuerpo. No lloré. Mi abuela me envolvió en una manta y se la pasó a mi padre para que me reanimara mientras ella atendía a mi madre. Él pronto decidió que no merecía la pena el esfuerzo de intentar criar a un ser tan extraño y frágil, dejándome a mi suerte en la puerta de la casa y comunicando a mi madre que yo había muerto. Ella, que no había escuchado ni un pequeño gemido por mi parte, lloró por las dos.
       Aquella noche terminó con la expulsión de mi abuela de aquel hogar, llevándome oculta consigo hacia las montañas. 
Recolectábamos plantas medicinales, preparábamos ungüentos, y me divertía aprendiendo las mejores recetas de cocina. Vivíamos libres en una cueva natural, sin depender de nadie ni de nada. Cantábamos y bailábamos bajo las estrellas. Hijas del bosque y del agua, inventábamos mil y una historias a la luz de la lumbre durante las largas tardes de invierno. Me enseñó a amar y respetar la vida en todas sus manifestaciones. Me sentía feliz y plena.
       Un día, al intentar coger unas hierbas, resbaló por un lado del barranco. Me costó bajar hasta ella. Aquel día, descubrió en mí una especial habilidad para sanar y “recolocar" huesos fracturados.
Desde los pueblos próximos solían llegar toda clase de personas con niños, parturientas, ancianos, o animales enfermos a los que procurábamos ayudar. La vida y la muerte pronto me fueron familiares. A veces, bajábamos a comprar lo poco que el campo no nos proporcionaba. Las personas del pueblo evitaban hablar con nosotras e incluso tocarnos, sin embargo cuando la enfermedad los golpeaba, hacían kilómetros hacia las montañas hasta encontrarnos, aunque luego nos evitaran.
Me gusta la noche. No tengo amigos. A mis quince años continúo azulada. Mi larga melena  "blanco de luna" me pasa de la cintura. La abuela me ve muy especial, dice que mis enormes ojos verdes casi transparentes los intimidan, por eso nunca me miran. Ella me ve muy bonita y a mí me basta.
El otro día, en el pueblo, unos niños maltrataban a un perro. Les recriminé. El animal asustado corrió hacia mí y ellos comenzaron a arrojarnos piedras. Con mi dedo tracé una linea en el suelo y brotó fuego de ella. No sé como lo hice. Nunca había pasado pero funcionó y, asustados, salieron corriendo. Duró poco mi tranquilidad, pues ahora venían los padres y madres armados con palos hacia mí. Quedé petrificada. Mi abuela se apresuró a rescatarme y de nuevo huimos juntas a través del pantano.
Cae la noche. Una larga fila de hombres, mujeres y niños suben con antorchas a buscarnos. Nuestro hogar es el mundo. Nosotras, ya estamos lejos