viernes, 10 de febrero de 2012

DOCUMENTOS.

Me encantaba la letra de mi padre. Desde chico la imitaba copiando cientos de páginas del periódico que no entendía. Daba igual: él me explicaba lo que querían decir y se sorprendía de cómo algunas palabras parecían hechas de su puño y letra. No sabía que, debajo del periódico, yo guardaba documentos escritos por él para aprenderme sus letras, una a una.

Cuando dejamos de comprar el periódico, comencé a copiar documentos completos, casi siempre los mismos. Al cabo de un tiempo, me dictaba las cartas en su despacho y se limitaba a firmarlas.

El día que mandó a la muerte a cien soldados del ejército contrario, le pedí que les perdonara. La guerra había terminado y se trataba de un crimen sin más. Con una carcajada celebrada y coreada por sus subordinados, sacó un sello de su cajón y me pidió una carta de amnistía que saqué de su carpeta. La selló y me ordenó que la entregara al sargento Márquez para que liberara al preso que yo quisiera. “Elige a tu Barrabás”, me dijo.

Mi padre salió de su despacho rodeado por su camarilla y me quedé sólo. A los pocos minutos, el sargento Márquez daba su visto bueno a los cien documentos sellados y escritos a mano por el general, mi padre, para que yo mismo liberara a los presos indicados.

Al mes siguiente, mi padre adquirió el primer ordenador que se ha usado en una oficina del Ejército. Y una impresora.

A mí me mandó a estudiar al extranjero. No volví a verle.