miércoles, 17 de septiembre de 2008

La III.

El comandante en jefe de los unos, el general Romotov, repasó su armamento:

            -Las incontenibles oleadas de tanques rusos, situados en filas separadas cien metros cada una de la siguiente, pletóricos de obuses, ametralladoras y gasolina.

            -Los blindados, que rellenarían los posibles huecos dejados entre los flancos al comenzar una maniobra envolvente prevista.

            -Los helicópteros Tratakar, preparados para volar como un enjambre y sembrar de bombas incendiarias la artillería enemiga.

 

Enfrente, el jefe supremo de los otros, el general Percival Belford, hacía lo propio:

            -Toneladas de morteros Lacked dispuestos para ser lanzados contra cualquier ataque de blindados.

            -Miles de bazookas listos para hacer volar a los tanques.

            -Carros orugas antiaéreos con capacidad para derribar cualquier pájaro de hierro que se acercara.

 

            La batalla comenzaría a las diez de la mañana, la hora prevista para que la niebla  se levantara.

            Los dos generales, a las diez y media, se sincronizaron: Cada uno veía la imagen del otro mirándole con unos prismáticos de gran alcance. Sin apartarse un milímetro, se insultaron, reconocieron las palabras y se mandaron al diablo.

            A las cuatro de la tarde, seguían estando solos en el campo de batalla. Ni un solo soldado acudió a manejar las armas.

            Hartos de esperar, dejaron los arsenales abandonados en la explanada. De eso hace quince, tal vez veinte años y allí siguen, hechos un montón de chatarra. Más de una vez hemos tenido que andar con ojo, no sea que los chiquillos se acerquen a alguna de las bombas.