El comandante en jefe de los unos, el general Romotov, repasó su armamento:
-Las incontenibles oleadas de tanques rusos, situados en filas separadas cien metros cada una de la siguiente, pletóricos de obuses, ametralladoras y gasolina.
-Los blindados, que rellenarían los posibles huecos dejados entre los flancos al comenzar una maniobra envolvente prevista.
-Los helicópteros Tratakar, preparados para volar como un enjambre y sembrar de bombas incendiarias la artillería enemiga.
Enfrente, el jefe supremo de los otros, el general Percival Belford, hacía lo propio:
-Toneladas de morteros Lacked dispuestos para ser lanzados contra cualquier ataque de blindados.
-Miles de bazookas listos para hacer volar a los tanques.
-Carros orugas antiaéreos con capacidad para derribar cualquier pájaro de hierro que se acercara.
La batalla comenzaría a las diez de la mañana, la hora prevista para que la niebla se levantara.
Los dos generales, a las diez y media, se sincronizaron: Cada uno veía la imagen del otro mirándole con unos prismáticos de gran alcance. Sin apartarse un milímetro, se insultaron, reconocieron las palabras y se mandaron al diablo.
A las cuatro de la tarde, seguían estando solos en el campo de batalla. Ni un solo soldado acudió a manejar las armas.
Hartos de esperar, dejaron los arsenales abandonados en la explanada. De eso hace quince, tal vez veinte años y allí siguen, hechos un montón de chatarra. Más de una vez hemos tenido que andar con ojo, no sea que los chiquillos se acerquen a alguna de las bombas.