martes, 8 de octubre de 2013

El perro de Marta

Marta quería un perro. Lo buscaba en su paseo matinal y a la salida del trabajo. Quería un perro que le diera compañía, un chucho cualquiera, un ladronzuelo juguetón. Llevaba siempre en el bolso, por si acaso, un paquete de galletas. Menos los viernes por la noche, que lucía las pocas joyas que tenía y llevaba un bolsito de carey. Unas veces iba al teatro y otras al bingo. A la vuelta, de madrugada, se quitaba las joyas despacio en su tocador y, ya en la cama, deseaba tener un perro.

No quería comprarlo, no tenía a nadie que se lo regalase. Quería encontrarlo, o más bien, que la encontrara. “Cuidado con lo que deseas porque se cumple”, le decía su madre cuando era niña. Pero Marta quería llenar el vacío diario, la quietud de su apartamento. No le importaba tener que pasar con frecuencia la aspiradora, ni sacarlo a la calle antes de ir a dormir. Tampoco le importaba tener que gastarse el sueldo en veterinarios: Marta quería que la encontrara un perro sí o sí.

Aquel viernes por la noche sus joyas brillaban. Y a la salida del bingo, su perro la encontró aunque no llevara galletas en el bolsito de carey. Era un perro pulcro y perfumado, de mirada fría y mentón voraz. La siguió calle abajo en silencio. No la mordió, la alcanzó por la espalda, la apuñaló y le arrancó sus joyas. Era un perro muy perro vestido de algodón.