domingo, 4 de julio de 2010

REVISIÓN.

El niño dijo que no. El padre tomó las gachas. La madre dijo que no. El niño tomó la copa. La suegra dijo que no. El perro tomó la sopa. El padre dijo que no. La esposa se tomó el pienso. El perro ladró que no. La suegra tomó el filete. La niña dijo que no y el suegro cogió el chupete.

Ocurrió más de una vez, que todos se equivocaron. Pero al volver con sus gafas, nuevecitas que compraron, cada uno acabó viviendo en un barrio muy lejano, pues no supieron de quién se cogieron de la mano.

REDESENCUENTROS.

Deborah Johnson encontró al hombre de su vida en la universidad, se casó con él cuando ambos terminaron los estudios y trabajaron juntos como socios colaboradores de la empresa del padre de su marido.

La noche en que se miraron por primera vez a los ojos desde que se casaron, hicieron las maletas y cada uno volvió a la casa de los padres. No se conocían, era como si nunca se hubieran visto.

El cardenal Vittorio Masanti y la abadesa de la congregación Silencio Cristiano, Carmela Dorani, coincidieron al salir del Vaticano el día en que fueron excomulgados. Al salir del hotel donde durmieron juntos, dejaron sus antiguas ropas tiradas por el suelo y se fueron a vivir al extranjero, a una casa llena de espejos para jugar con sus remordimientos.

El hotel Dante de Roma clasificó esa habitación de prohibida por orden expresa de Su Santidad.

Deborah Johnson y su ex marido coincidieron en una recepción en la Santa Sede y, al mirarse de nuevo a los ojos, se ausentaron a la menor oportunidad y corrieron juntos a encerrase en la única habitación de hotel libre que quedaba en Roma, que pagaron a precio de oro. Durante una noche jugaron a perdonarse vestidos con unos extraños ropajes que alguna pareja había dejado tirados por el suelo.

REUNIÓN.

-Nadies pariese contenta de obsequiass, altezza, -dijo Igor en su mejor transilvano.

El conde se levantó y un criado turco, empalado en una sombrilla de playa, acercó el presente a su amo, que cortó las cuerdas del paquete con una sola uña afilada como un puñal.

En silencio, leyó el prospecto que sacó de la pequeña cajita: “Hemostop, el remedio contra cualquier derramamiento de sangre. Composición: Taponato atóxico de algodonia. Consérvese en frío. Dosificación: Tres veces a la noche, en mordiscos.

La primera risita, cuyo eco rebotó por las enormes bóvedas del castillo, la soltó el Hombre Invisible. A él también le dolió un espejo como regalo. Se unió el Hombre Lobo, en una franca y abierta carcajada, hasta el punto de dejar caer varias de las tabletas de turrón que recibió. La Momia se levantó y lanzó al aire cientos de rollos de papel higiénico, que se abrieron como serpentinas, tras lo cual Frankenstein desenvolvió varias docenas de las cremalleras que encontró en su caja y las aplicó con maña a las costuras abiertas más llamativas de las que había provocado su estruendosa risa.

En copas de oro, poco valoradas por su originalidad, brindaron algo más contentos los cinco amigos de toda la vida y más de una muerte.