-Nadies pariese contenta de obsequiass, altezza, -dijo Igor en su mejor transilvano.
El conde se levantó y un criado turco, empalado en una sombrilla de playa, acercó el presente a su amo, que cortó las cuerdas del paquete con una sola uña afilada como un puñal.
En silencio, leyó el prospecto que sacó de la pequeña cajita: “Hemostop, el remedio contra cualquier derramamiento de sangre. Composición: Taponato atóxico de algodonia. Consérvese en frío. Dosificación: Tres veces a la noche, en mordiscos.”
La primera risita, cuyo eco rebotó por las enormes bóvedas del castillo, la soltó el Hombre Invisible. A él también le dolió un espejo como regalo. Se unió el Hombre Lobo, en una franca y abierta carcajada, hasta el punto de dejar caer varias de las tabletas de turrón que recibió. La Momia se levantó y lanzó al aire cientos de rollos de papel higiénico, que se abrieron como serpentinas, tras lo cual Frankenstein desenvolvió varias docenas de las cremalleras que encontró en su caja y las aplicó con maña a las costuras abiertas más llamativas de las que había provocado su estruendosa risa.
En copas de oro, poco valoradas por su originalidad, brindaron algo más contentos los cinco amigos de toda la vida y más de una muerte.