jueves, 3 de octubre de 2013

La semana pasada. Lunes, diría yo.



La semana pasada, no supe jamás la causa hasta que me enteré, me levanté temprano. Sin rebotar mis parietales en el marco de la puerta del cuarto de baño, sin acostarme “otro ratito sólo” en el sofá adjunto a mi cama, el de las siestas urgentes. Nada de eso.
Desayuné y recogí el lavavajillas, comprobando a postreriori que las cucharas de postre estaban bocarriba, como decían las instrucciones cuando las compramos.
Salí y sin ayuda encontré la calle. Trabajo en la misma acera donde vivo, dos números menos, y no necesité preguntar a nadie por la dirección.
Al llegar, vi por fin cómo funciona el mecanismo de la apertura del cierre metálico del negocio que me da la vida: una reja que sube gracias a la recia musculatura dorsal de mi jefa, doña LolaPili Mollares, poder fáctico del barrio, ayudada por una de las oficialas más fornidas, Juliana De la Selva Straptick, una coreana nacionalizada que se encarga de las uñas de los pies y los pelos de las orejas. Fue verme llegar de pie y quedarse las dos petredificadas, allí mismo.
–¿Quién ha sido?, ¿cómo ha podido ocurrir?, ¿ha habido heridos?, ¿se han llevado cosas de valor?, ¿te han encendido la tele?
Sus preguntas, precipitadas y superpuestas, sólo obtuvieron de mi rostro una expresión muy idiota, como de ministro de latas de conserva o parecido.
-Aún no tengo información para lo ocurrido –dije con tono de primera noticia–, pero estamos investigando y pronto daré una rueda de prensa.
Me dejaron pasar para que, desde que firmé mi contrato laboral en esta empresa, fuera yo quien entrara el primero a trabajar. Lloré como un chiquillo, berridos incluidos y, como un chiquillo, me calmé con los dos chupachups y el apretón de doña LolaPili contra sus neumáticos, consistentes y, en resumen airbagianos pechos.
Me puse la bata, cogí el limpiatodo, limpié algo que no puedo precisar, pero que resultó precioso en su color original. Era yo un relámpago, una visión de pulido y refregón que nadie sabía parar. Y menos, yo mismo, que comenzaba a notar las preagujetas braquiales, piernales y lumbares. Pero no era capaz de detenerme. En uno de mis frenéticos accesos de orden y limpieza, me fui a por lo primero que se movía y me traje al menos dos capas de maquillaje y crema facial de Juliana que, desprevenida,  se cubrió con mantas y se metió en el reservado, ese lugar de las peluquerías donde, antes de la era digital, se revelaban fotos y se freían papas. Allí dijo que se pertrechaba hasta que yo me calmase.
Doña LolaPili no sabía qué hacer. Dentro de dos horas, quizá menos, las madrugadoras clientas vendrían a ordenarse los estropajos mentales y no sabría qué decir a preguntas indiscretas.
Iba a amarrarme cuando entró mi suegra. Una belleza a sus cerca de ochenta, sensual, delgadita, que sabe callarse, no mima a los gemelos –al revés– y que me hace una ensaladilla rusa tan buena que cualquier día me presento a alcalde de Lechingrado.
-Niño, que nos hemos cambiado las pastillas. Fíjate que, por tomarme ayer noche las tuyas me he tenido que duchar con agua templada. No sé, como si tuviera el cuerpo amondongado. Un penazo, créeme.
-Ay, cómo lo siento –le dije tristón–, yo, que hoy he sido el centro de atención de este lugar sagrado del mejoramiento corporal. En fin, ajá, aquí está el frasco. Ten, preciosa, y disculpa.
Allí mismo engulló un pildorón de color azul que yo había confundido la noche anterior con las de ponerse en ángulo recto. La verdad es que el resultado había sido mucho más rotundo de lo esperado, pero a cada uno su tratamiento y el Señor en casa de todos.
–Os dejo pagado un café en casa Mellito –dijo sonriendo antes de irse.
Pasados unos minutos noté el descenso inmediato del efecto del pastillón también azul, la causa de mis torbellínicas energías y, viéndome venir, doña LolaPili me hizo sentarme, me dio las últimas revistas para estar preparado en cualquiera de las conversaciones de actualidad y, mientras llegaran o no las parroquianas, echara una cabezadita en el sofá.
Tuve un sueño plácido y reconfortante, algo interrumpido por conversaciones que defendían el maquillaje de la Julia Roberts a sus años, pero durante el cual, según supe después, recuperaba en varias ocasiones el ángulo recto.