viernes, 8 de abril de 2011

A la hora justa.

A la hora justa. Día, martes. Semana, la "en curso". Año, éste. Esto lo digo para los amantes de los datos precisos.

Lugar, allí, en la Carbonería, con ganas de compartir versos. Y Lorenzo trayéndolos a manojitos, dejando después en las manos de sus amigas floristas algunos ramilletes para esparcirlos con su voz y su sentimiento.

Lorenzo comenzó, invitó, puso el ambiente.

Ellas y ellos:

Lola al principio sobre un paño blanco también de flores entre el suelo y sus pies, con rayos de luz que parecieron reales serpentinas doradas.

Después de pasar Lola, ningún Minotauro habría sufrido de amor por tanto laberinto.

Y la forma de emocionar de Beli, que hizo de todos todos los versos que dijo.

Y la complicidad de Inma, que regaló las ganas de volver a leer poemas.

Se subió al carro de los aurigas Felipe Gato, y puso la emoción que se pone al recitar a la forma que tienen los duendes del bosque.

Y la voz de Isa, que inventó una antigua canción de Joaquín Sabina justo mientras se elevaba a romper cada tono con uno más puro, más limpio y más atrevido. Nos encogió al decir los versos y a mí me estremeció en un final que hará que el maestro del desamor sepa quién tiene que cantar esa canción a partir de ahora.

Terminó para redondear el propio poeta autor, que ya era dueño y señor del recital, derrotando por k.o. a unos guantes de boxeo a base de ideas puras.

Después, con el último aplauso, nos juntamos a charlar y la noche dispersó a los buenos buscadores de alguna copa.

Desde entonces, no he vuelto a verlos. Pero eso fue lo que pasó.

Felicidades por tu libro, Lorenzo.