domingo, 27 de febrero de 2011

PUESTA DE SOL EN ALCALÁ

Me ha apetecido colgar esta foto, tomada desde la ermita de San Roque. Me gusta esta puesta de sol, aunque es cierto que la cámara no ha podido captar la belleza de la luz que contemplábamos en ese momento. Alcalá aparecía cubierta por un manto traslúcido de color albero; el sol, acariciándola, acariciándonos, y despidiéndose (ya sabéis: la caricia que se sabe última, se guarda en lo más profundo).
Fue un momento bello. Porque los momentos compartidos en la mejor compañía, se quedan con nosotros. Lástima que no siempre haya una cámara que los inmortalice.

martes, 22 de febrero de 2011

Y FUERON FELICES Y...

Cuando despertó la bella durmiente con el primer beso de amor, al ver la cara de su enamorado, decidió presionar, de nuevo, su dedo sobre el huso de la rueca. Tal realidad no era de su agrado.

Hoy día sigue despejando la leyenda errónea que la persigue, y va siempre a sus ruedas de prensa, de la mano de una joven con bucles tan brillantes como los suyos, aunque de un precioso tono cobrizo; los mismos que rozaron su cara, al despertar por segunda vez, del letargo de varios siglos. Nunca esperar le había merecido tanto la pena.

lunes, 21 de febrero de 2011

OS REGALO UN SUEÑO...
















Ya que no puedo ofreceros otra cosa, aquí os dejo mis últimas fotos, tomadas con cariño y mientras disfrutaba de un precioso paseito mañanero.

jueves, 17 de febrero de 2011

INCIVISMO.

En el Teatro Rellano, la gran concejal Ambrosia Pitares, su marido, actual ministro de Plantas Bajas, y la suegra de ambos, expectoraron a contratiempo, contrapunto y contra la pared, al faltarles el aliento. Se levantaron a saludar e intercambiaron pastillas de menta con los palcos contiguos, quienes le dedicaron golpes de tos en estéreo, con lágrimas en los ojos.

En el patio de butacas, una enorme y enjoyada mujer, de pecho firme pero grácil en su vibrar, estornudaba a pañuelo descubierto esgrimiendo un jarabe sin codeína, un simple edulcorante… a capella.

En pleno carraspeo generalizado, desde el foso, como si estuviera en su propia casa, un integrante de la orquesta interrumpió con un par de notas al piano. Se le invitó a abandonar el foso y salió cabizbajo del teatro. Hay quienes no sabe uno dónde aprenden educación.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Preludio de primavera

Amigos blogueros: Perdonad mi atrevimiento por cambiar la foto del invierno, por esta otra de la fuente.La tomé el otro día durante un paseo por Ubrique y la he querido compartir intentando "descongelar" un poco nuestro blog.

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (XXIX).

Batalla de las brujas de Salem.

Prólogo.

Salem, año 1694. La bruja Antonia Purrusalda anda enrrabietada por unas verrugas que le han salido en las muelas, producto de un sortilegio de su cuñada Marta Providence, a quien previamente pobló –y rizó- casi todas las cejas en plena discusión sobre la cocción de los nabos. Al hablar Antonia, muchas de las expresiones más sencillas se le traban y se atascan sus conversaciones:

-Hiabuta, ve zi me gita eta mardizión, ge tengo ge gantá en el goro ta noshie.

Maria Providence, entre espasmos de risa, en lugar de eliminar su conjuro, le endiña en el parietal izquierdo con una pala amarilla de amasar empanadas. Antonia agoniza, no digo que no, pero en los minutos de descuento lanza una maldición de doce páginas. En uno de los capítulos más fuertes prohíbe la fritura del tomate durante décadas. Después, se muere.

La maldición prescribe, por fin, el dos de enero de 2011. De hecho, mi cuñado italiano le pega con ansia al huevo frito bañado en pomodoro. Y no pasa nada, pero…

Salem, tiempo actual.

Fiesta/Aquelarre en casa de los Martínez Peebody, magnates del negocio de las teclas para piano. Nombre de soltera de la anfitriona: Begoña… ¡Providence!

Algunos de los invitados:

- Tulia Buitrago, desaparecedora. En su haber, ayudar a perder de vista unas cortinas horribles en el palacio de Buckingham, la única vez que fue invitada por error.

- Dos fabricantes del elixir del amor, la vinagra, a base de muchas uvas dejadas a pudrir durante mucho tiempo. Entre ellas, Chachanita Fuentes, oriunda cubana acostumbrada a cobrar por adelantado a los adelantados que quieren trincar pareja antes que nadie.

- Y Juana Maite… ¡Purrusalda!, muchotaratatarabiznieta de Antonia, cuya entrada produce un silencio frío, ominoso, espeso y opresivo entre los presentes.

Pasados cuatro días de mirarse Juana Maite y Begoña con grandes dosis de chulería, el mayordomo retira los aperitivos pochos junto a las bebidas calentorras.

Antes de pensar siquiera en meterse juntas en el comedor, las dos proceden a lanzarse conjuros, hechizos, maldiciones y rayos con trueno doble. Sin avisar, sin necesidad de un desafío previo ni publicación en algún semanario o revista especializada.

Los demás tienen hambre, pero no se meten en nada, razón por la cual el autor pide disculpas al comprensivo lector, dado que su simple mención sin peso en la trama contraviene las más elementales nociones de construcción de un personaje. O bien: sosloquehay.

La energía que no se usa en cambiar el aspecto y las funciones vitales de la contrincante, se esparce por la mansión Peebody y deja sin premolares a más de uno y peinados hacia atrás a la gran mayoría, que no tiene defensa contra el poder de estas dos brujas. Y ellas saben que dentro de cada una habita el espíritu de aquellas dos que no terminaron definitivamente su batalla.

El resultado final es el siguiente:

- La casa hecha un asco, hasta el punto de repasar de pintura por dentro de la chimenea. Una bombilla de bajo consumo, la del trastero, queda para tirarla a la basura, de tanto encenderse y apagarse.

- La gente escalofriada, salvo alguna precavida que trajo camisetas de más, que en Masachussets siempre refresca.

- Un perro al que no entenderá nadie –nadie, jamás- cuando hable por teléfono.

- El césped del patio, que crecerá para siempre hacia abajo.

- Y las dos brujas exhaustas, en semipelota picada, las corbatas hechas trizas y unos pelos que invitan a fregar sartenes renegridos con ellos. Se miran, y sin apenas aliento se lanzan dos cortes de manga que les provoca intensas epicondilitis en los brazos, por lo que son trasladadas a un centro sanitario.

Al final de la fiesta, el mayordomo tira a la basura los cucuruchos de garbanzos caramelizados, que se han quedado como piedras, y se va a su casa a comer.

Los invitados, que esperaban una masacre o la desaparición de un continente, y con gases por no comer a sus horas, dejan llenito hasta arriba el libro de reclamaciones y el buzón de sugerencias de los Peebodys. Algunos comentarios son escalofriantes:

-¡Vaya mieldo pelea, corasonsito de miel! –suelta en voz alta la cubanota morena-; pa esta chuminosidá no desplesio yo las tundas con maldiciones en vivo que se dan mis vecinas, las viudas Pepa y Paca Gómez, contra las solteronas Brenda y Vanesita, en el rellano del cuarto, a eso de las cinco, amol, cuando termina la novela.

Y otros peores, irrepetibles aquí.

martes, 15 de febrero de 2011

Patapalo

Aquel pirata, viejo lobo de mar, se sentía por primera vez desgraciado. Nada se había resistido a sus conquistas, ni los barcos más potentes, ni las damas más bellas.
Su corazón libre lo había llevado por los mares más difíciles y las más tortuosas historias. Hoy sentía que su propia leyenda lo había superado y que ya no era capaz ni de retarse a sí mismo.
Las heridas de “guerra” habían sido tantas que al pobre le faltaba un ojo, una pierna y tres dedos de una mano, y todo eso del mismo lado del cuerpo. En otra época habría dicho de sí mismo que tenía un buen perfil, pero hoy no estaba para bromas. En la última apuesta perdió su barco, y la artrosis de su pierna sana casi le impedía andar, de modo que no buscó otro.
Su pelo encanecido, en otro tiempo abundante, había ido cayendo, y de su tupida melena rizada apenas quedaban unas greñas en el cogote que él trenzaba artísticamente con mucho esmero cuando se duchaba. Y eso lo hacía muy de tarde en tarde. Su olor lo precedía de tal forma que hasta los perros se apartaban cuando se acercaba a la vieja tasca del puerto. Sobre aquel barril desvencijado relataba una y mil veces las mismas batallitas de siempre. Huraño, mentiroso y bravucón, apenas había nadie que se le dirigiese la palabra. Hasta aquella nefasta tarde en que se enfrentó a su más feroz enemigo, otro lobo de mar que en tierra era bastante más frágil que él. En la misma tasca lo mató de un certero botellazo en la cabeza tras una de esas discusiones sin sentido que solían protagonizar tras cuatro sorbos de ron.
-Ya los piratas no son como antes, -dijo a voz en grito-. Esta vez los servicios sociales intervinieron y ahora se encontraba recluido en un hospital para dementes. No habían conseguido quitarle los harapos para bañarlo.
Tiritando, mojado y cubierto con una gran manta estaba en un rincón de su nuevo dormitorio gritando para que nadie lo tocase, como un perro rabioso.
Entonces apareció aquella enfermera. Sin hacer caso a los gritos, se le acercó y le habló mirándolo directamente a los ojos. Lo trataba, por primera vez en mucho tiempo, como a una persona, preguntándole por qué se sentía tan mal. El fanfarrón pirata quedó desarmado. La enfermera, con aquellos grandes ojos verdes, tan profundos como el mar, logró bucear hasta el corazón de aquel viejo cascarrabias que de pronto se sintió como un niño.
Durante un mes, cada día, charlaban un buen rato cuando venía a dispensarle cuidados. Entonces empezó a sentirse de nuevo como un hombre. El pirata descubrió una parcela de sí mismo nueva: la ternura.
Un buen día, cuando la primavera apuntaba ya en los arbustos del jardín, la enfermera lo besó suavemente. Aquel viejo corazón despertó de nuevo, y supo por vez primera lo que era entregarse a alguien de verdad. Se amaron en silencio hasta el amanecer. Se rieron juntos, incluso lloraron de alegría.
Al día siguiente la enfermera no lo visitó. El viejo pirata sabía que su hora estaba cerca y con el corazón lleno de amor escribió una carta de despedida a su amada antes de abandonar este mundo. La enfermera, que aprendió a amar con el pirata, relee cada noche la carta mientras lo busca en la Estrella Polar.

sábado, 12 de febrero de 2011

PARA LEERNOS.


Tengo finales con penas,

donde al bueno encierra el brujo,

abraza a la chica buena

y gana el mal sin tapujos

hacia el final de la escena.


No me quedan los felices,

se han terminado las balas

para cazar las perdices

o le han cortado las alas:

a ver quién va y se lo dice

a las buenas o a las malas.


Hablo del lector, el fiel

atado a la trayectoria,

que no quiere ver la hiel

en colofones sin gloria,

acostumbrado a la miel

para acabar las historias.


Os convoco para eso:

quiero ese broche de plata,

la estampa final del beso

de la chica y el pirata,

o la libertad del preso.


Contad poemas y cuentos,

romances, odas, canciones

de las que llevan los vientos

o anidan en los rincones.

No van a triunfar los buenos

sino en vuestra compañía,

que devuelve la alegría

con esos versos serenos,

cantos y fotografías.

martes, 1 de febrero de 2011

Vecinos (2).

EL PRINCIPIO DEL DESPUÉS.

Al amanecer de día siguiente de quedarse viudo y solo en casa, Beltrán Benavides recibió la visita de la vecina de su puerta de enfrente.

-Buenos días, -dijo ella de pie, mientras se desataba el cinturón de un inmaculado albornoz blanco.

-Buenos días, -respondió Beltrán viendo caer el albornoz al suelo-. Gracias por esperar todos estos años.

-Jamás habría hecho daño a tu mujer ni a una buena amiga al mismo tiempo, -dijo la vecina cogiendo a Beltrán de la mano y llevándolo hacia el centro del descansillo de la planta tercera, entre las dos puertas.

Mientras la ropa de Beltrán era lanzada al interior de su casa, una zapatilla quedó atascada en el marco de la puerta, atendiendo a la prudencia para que ninguna ráfaga de viento cerrara de modo violento el acceso a la vivienda, en el más que probable paso a la azotea de algún vecino para tender la ropa. Un poner.

En el centro del rellano, la fuerte baranda sirvió de apoyo lumbar a Beltrán para que sus riñones no sufrieran por el peso en la levantada y afianzaran el agarre de la vecina a su cintura con una cadena de piernas torneadas al estilo Rubbens que siempre había celebrado.

Los besos se antepusieron a las palabras durante el primer envite, el que hay que dejar que fluya por sí mismo para no asfixiar a los amantes en su estreno. Una vez respirados los estertores del impulso, las miradas y un abrazo de pie descalzos sobre el mármol aún se anteponían a las declaraciones habladas de amor o de deseo, por otra parte muy bien explicadas con lenguaje corporal.

A partir de la conciencia que da la complicidad, y sin más mobiliario que el suelo o la barandilla, se desarrollaron otros dos actos de entrega y recepción simultáneos que dieron de sí lo que se debe pedir de ellos: corriente eléctrica natural.

Después de un sexo lleno de amor, unos besos de postre culminaron un banquete donde nadie pidió la cuenta y Beltrán supo abrir la férrea cadena de sus brazos para dejar escapar a su vecina, que se libró de ellos sin la menor prisa.

El dulce encanto de lo más o menos prohibido les envolvió cuando oyeron abrirse una puerta del piso de abajo, desde donde se oían referencias a una antena estropeada. Desnudos, aún se miraban midiendo el riesgo de ser descubiertos mientras se retiraban cada uno a su puerta caminando despacio hacia atrás, y antes de que el primer escalón de su tramo fuera conquistado ambos se parapetaron tras la puerta sin cerrar del todo, para mirar a través de la mirilla.

Cuando oyeron al vecino entrar en la azotea, volvieron a salir sin hacer ruido y se besaron con infinitas ganas, riendo como locos en el mayor silencio y notando por primera vez en sus cuerpos corrientes de aire producidas por tantas puertas abiertas, incluida la de la azotea, que gracias a la zapatilla no cerró con un portazo la casa de Beltrán.

Ahora sí se resignaron a despedirse y meterse en casa.

En la cocina, mientras la vecina se anudaba el albornoz y tomaba una manzana para morderla, su tía recién despertada le dijo:

-¿Has pensado en ir a ver al vecino? Seguro que el pobre agradece una visita en estas circunstancias.

-He ido a verle, sí, -dijo la vecina-, pero no he llegado a entrar en su casa.

-Comprendo, hija, comprendo, -dijo la tía de la vecina, dándole una palmadita en el hombro.

Vecinos (1).

INDESCONTROL.

La espesa niebla empañaba los cristales de las perpetuas gafas de sol de Pepe Luis Somoza. En su pausado caminar un observador imparcial pronosticaría dos finales no necesariamente alternativos ni excluyentes basados en el suelo resbaladizo y su habitual despiste: o bien un mal aterrizaje o igual un desigual cuerpo a cuerpo contra el muro de arbustos que serpenteaba a su izquierda y que limitaba los jardines de su repentina vecina, una diosa morena recién llegada que le había provocado un escalofrío previo al vértigo. Y gracias a un sencillo gesto: ése que acompaña al subirse de nuevo al hombro el tirante de una camiseta. La dosis mínima de coquetería enviada desde una ventana mientras él tendía las reglamentarias prendas de vestir de un hombre soltero y solitario de nacimiento que, si alguna vez había tenido el valor de estar cerca de una muchacha y mirarla a los ojos, lo hizo en sus sueños, bajo un estricto control onírico de los movimientos y diálogos. Lo justo para recordarlos al despertar durante el mayor tiempo posible.

El hecho es que ahora esta muchacha soñada tenía rostro y Pepe soñó despierto con salir a ese mundo que temía y odiaba para lo que no fuera ganarse el sustento, escondido en esa forma de vivir que decían de él.

Así que Pepe tomó la múltiple decisión de no resbalar ni caerse al brincar, quitarse las gafas y volverse para casa. Esa misma mañana, en lugar de ir a trabajar, iría a hablar con ella. La de la camiseta de tirantes blandos.

De pie ante la casa de su vecina, en el momento de coger aire y tocar el timbre, ella abrió la puerta.