martes, 20 de noviembre de 2007

TAUROMAQUIA

Primer toro: Palurdo.
750 kilos, negro, aunque lo llaman afroamericano: en estos tiempos nadie quiere follones políticamente incorrectos. El rabo, cualquiera de ellos, enorme. Irrumpe como un rayo. Tanto, que empieza a lloviznar.
El maestro Colmerillo lo intenta recibir a puerta gayola, pero ve más prudente hacerlo a puerta blindada. Sale por los aires de todos modos. Los de la cuadrilla intentan distraer al morlaco a base de tangos pegadizos. Todos, sin excepción, acaban en la segunda tribuna. Sale de nuevo el maestro, segundo tercio. El, solo, quiere picar al toro. Le zampa tales cosas de la vaca Ernestina, su pareja, que lo deja abatido. Salen los primeros pañuelos, casi todos de papel. Y es que todo se pierde. Agarra el diestro las armas de matar, y se encara con el toro. Este, resabiado, le recuerda lo de su mujer, Mariqui, con aquel viajante de Santander. El torero tira la espada y le dice que venga, vale, a puñetazos. La prensa, al día siguiente, destaca cómo acabó el toro con uno de los rabos hinchados de una patada traicionera. Y el árbitro que no quiso ni verlo.

Segundo toro: Súllivan.
800 kilos y tal cara de mala idea, que abren la puerta los geos, dentro de un tanque doble, frío. Marrón caquita casi todo, con manchas, también de caquita, más oscuras. Dos cuernos que, vistos desde lejos, hacen pensar en que ningún matrimonio puede llegar a buen término: Ahí hay cuernos para todo el mundo.
La cuadrilla de Bandurrita, que toma hoy la alternativa, ha ido a por tabaco. Se queda sólo y recibe al bicho a una prudente distancia de 226 metros, utilizando unos buenos prismáticos. El respetable no respeta nada, con lo que han pagado por la entrada, y devuelven al diestro al ruedo de una forma, la verdad, poco respetable. Cuando casi se ha puesto en pie, el toro ha tenido tiempo de reenviarlo al palco presidencial. Considerando cambiar su nombre por “Bolatenis”, el torero inicia lo que se llama una carrera prometedora, a un ritmo de 3’15’’ por kilómetro, hacia su pueblo. Al toro le mandan una citación judicial que rompe con chulería. Acaba indultando al público y se va a los corrales. Allí, una multitud de vacas jóvenes, lo reciben mugiendo a gritos, las descaradas.

Tercer toro: Chorrete.
520 kilos. Su entrada, carraspeando, hace que se le pregunte por su salud. Responde que no hay que preocuparse, y que no ha querido coger la baja. Tiene familia que mantener. El público agradece el detalle, con media ovación.
El maestro, el consagrado Gallardo II, hijo de Gallardo III (la familia se vino abajo y vendió una I), avanza hacia el toro, gris y marrón total, a saber en qué proporción. Se encienden ya las luces artificiales y un aficionado pide música. Cuando vuelve en sí, este aficionado ya está bien atendido en el hospital, junto a sus seres queridos. Por el transistor, sigue el desarrollo de la corrida. En la arena, el diestro coge arena y la lanza al toro, a los ojos. Siempre ha maravillado, desde lejos, cómo este torero de fama ha conseguido lo que se diría nublar la vista de sus enemigos. Nadie sabrá jamás el porqué. Porque nadie lee mi columna. Empieza entonces ese mágico carrusel de pases de pecho, tórax y abdomen con el que regala en sus grandes tardes el maestro. Él mismo se emborracha de su arte, y, aprovechando la suave brisa que su baile de muerte, danza de dioses, hace nacer alrededor del toro, tiende algo de ropa entre los cuernos. La faena provoca que el tiempo se detenga. A qué cielo nos lleva este hombre toreando, por Dios, dice un aficionado antes de cortarse las venas. Mucho antes. Llega la suerte final. Nadie acepta que un picador profane el suelo que torero y toro, toro y torero, tararí, tararí, han grabado para la leyenda esta tarde. Toma la espada. Yo tengo bastos, envido, responde el toro. No pico, te voy matar bastante. Pues tú verás. El público enmudece y se pregunta, por tanto por señas, cómo acabará todo esto.
Llega, en el último instante, como bajado de su coche, un veterinario con el historial clínico de Chorrete, que reparte fotocopiado en octavillas. Es atronadora la petición de perdón y devolución para este toro. Y del dinero. Se conceden ambas cosas. Es el delirio. Y este cronista ha vivido para estar allí y contarlo a los buenos aficionados.

Decepción

Bajo la primera capa de barro que quitaron, apareció una imagen sorprendente que no me recordaba a mi padre, con su recta nariz de marqués. Ni a mi tío Pedro, con barba de viejo hidalgo orgulloso y sin fortuna. Pensé en el abuelo, al contemplar sus cejas tan pobladas y su boca, de rasgos duros. Seguro que no era él.
La semana pasada, tras regar y abonar la tierra recordé a los tres: un filósofo, un matemático y un físico. Tres premios Nobel en una misma familia. La cara no era de ninguno de los tres.
Tras mirar con más atención, caí por fin en quiera: La cabeza que asomaba era la de Claudio Mercado, un vecino inoportuno que apareció mientras decapitaba a mi padre, mi tío y mi abuelo.
Una cara sorprendente, pero una gran decepción para mí, que soñaba con sembrar mi jardín con ideas brillantes.
Estoy seguro de que la policía lo entendió.

INCERTIDUMBRE.

Cuando cerró la puerta, me quedé pensando qué me habría querido decir con esas palabras:
Si era por mí, dejaría de pagar la mensualidad a mi guardaespaldas.
Si lo decía por mi mujer, ella dejaría de pagar la mensualidad a mi guardaespaldas.
Si lo decía por mi guardaespaldas, dejaríamos de pagar la mensualidad a mi guardaespaldas.
Se habían vaciado los tres cargadores, pero no sabíamos repartirnos las balas.
-Estás muerto –había dicho la tonta sin ojos de la sábana blanca y la hoz, sin especificar a quién se dirigía, antes de darse la vuelta y cerrar la puerta por fuera.
Y allí nos quedamos: los tres, callados en la habitación; ellos dos, mi mujer y mi guardaespaldas, desnudos en mi cama, sin saber quién era el elegido, qué había querido decir exactamente con esas dos palabras.

Habló el Papa

Anoche habló el Papa y me quedé estupefacto.
-¡Ni una bomba más! –tronó.
Entendimos que ni una atómica, y un guiño del secretario personal nos lo confirmó.
La gran mesa nos dividía: Junto a él, los doce que podían pagarla. Enfrente, los doce que dependíamos del PIB para apenas dar la entrada y acordar los plazos.
De forma sibilina, los doce se acercaron al Santo Padre hasta recrear de modo fidedigno la escena de la Cena, en una coreografía perfecta.
Pero no sería tan sencillo: Traíamos popes, brahmanes y santones. Y bien provistos de escapularios y huesecillos mágicos. Incluso un zombie auténtico.
Sonriente y conciliador, se levantó y leyó el verdadero mensaje, el gran Misterio:
-Armaos los unos a los otros como yo os he armado.
Y extendió doce albaranes.

Eso sí.

Atardece. Una mujer espera el crepúsculo para que aparezca su hombre lobo. “Mirando al cielo suceden las cosas”, se dice, ilusionada. Hasta que se da cuenta de que el Sol se ha atascado en una montaña. La mujer se desespera porque ha venido sola y no tiene quien le ayude a desengancharlo, de modo que hará lo mismo que otras veces: juntar todas las nubes posibles y formar una inmensa cubierta negra que colgará sobre los árboles del bosque. Eso sí es capaz de hacerlo, no será la primera vez.