domingo, 6 de abril de 2008

HAIKU


Quimeras guardo

en tus labios posadas

hasta que vuelvas

INTERACTIVO

En la página diez del libro que leía de pie en el vagón, me enteré de que el personaje secundario, Lord Megan, quería matarme. Gracias a la edición de letra grande, no lo lograría antes de la página veinte. A pesar de que corría peligro, seguí leyendo. Lord Megan, torpe como un topo al Sol, quiso subirse en la parada siguiente. Pero cerré el libro de golpe y el muy zoquete chocó contra las puertas cerradas. Enfadado, se volvió hacia un quiosco de revistas y protestó airadamente hacia el vendedor al que  acababa de robar un ejemplar de “Dentro y/o fuera, depende de usted” el libro interactivo del mes. Miré alrededor y supe que seguía en peligro. De hecho, las páginas doce, trece y catorce se vaciaron de pronto, culpa de una edición reciente de bolsillo que encontró Megan. No lo dudé y, agarrando por la cintura a una preciosa morena que viajaba en mi misma línea hacia Wertenton Square, me zambullí en el libro, en la página veintiséis. Al detenerse el vagón, mi asesino subió a buscarme. Al no verme, miró al suelo y halló mi ejemplar del libro. Lentamente, buscó el capítulo donde me disparaba, se tapó la nariz con el gesto de quien se sumerge y… no pudo entrar. Se arañó de rabia al verme cabalgando en el capítulo veintidós, casado y con hijos en el veintisiete, con un empleo del siglo XIX en lugar de mi trabajo como agente de bolsa de Wall Street… Sería imposible acabar conmigo, pues él se marchaba a las Indias en el capítulo dieciocho.

No llegó a entender algo tan sencillo como que Norma, la hermana de la chica a la que me llevé al libro, había arrancado las páginas donde un marido podrido por los celos me perseguía hasta acribillarme. Y más, cuando la chica con la que yo acababa viviendo una pasión tormentosa no tenía nada que ver con su esposa, que se casó con un joven de Boston, sino con René, la chica del vagón. Por un vecino que vino a visitarnos en el penúltimo capítulo, me enteré de que Lord Megan y Norma se fueron a vivir juntos a mi casa de Brooklyn, hasta que se resolviera su divorcio, el de un personaje de ficción nacido en 1.868. 

Foto: I. Orta

CALLES DESIERTAS


Camino por calles desiertas.
Siento latir las paredes,
como tras las ventanas
miles de ojos me miran silenciosos.
Ya no vas junto a mí.
Ya no cojo tu mano al andar.
Tus ojos ya no me miran,
pero tú,
ajeno a cuanto vive en mi,
sigues prendido de mi piel.
Camino por calles desiertas.
Sé que no estás,
que te has ido.
Ya no lloro tu ausencia,
sólo acaricio las huellas
de tus manos amantes
sobre mi boca callada.
Camino por calles desiertas.
Te has ido,
solo mi sombra me acompaña.
La dejo acercarse,`
poseerme.
Me entrego a ella
como antes me entregé a ti.
Ahora camino con mi sombra
y con tus besos
cobijados en mi boca.

A PEOR

Después de una boda llena de carbohidratos y laca fijadora, las mujeres querían ver el mundo real, dijeron. Como siempre, cedimos a sus pretensiones.

Así fue como entramos en un tugurio llamado “El rabo seco”, que cogía de paso.

El lugar era un antro en su totalidad más absoluta. Olía a alcohol derramado adrede, sudor de camioneros obesos y sangre seca. Una pasada de peligros.

-Aquí cabrían muchas historias, sin ninguna duda posible –sentenció Fede Toledo, siempre con sus ensoñaciones. Nadie le hizo caso y Fede se amohinó, como hace desde que nadie le hace caso. Su mejor tiempo pasó hace lo menos mes y medio.

Al sentarnos, Eugenia Lidades pidió su bebida de siempre de esa semana: un vodka con naranja agria, dos cortezas de limón más agrio todavía, hielo picado y azúcar de vainilla en el borde del vaso. Luego se rompió su taburete, cayó a plomo y le costó trabajo despegarse del suelo ella sola. Reírse, lo que es reírse, sólo se rió su prima Elvira. Y porque es su prima.

El resto no pedimos nada. Sólo mirábamos y hacíamos bastantes comentarios que finalizaban en “o sea para nada” o “esto es como muy súper tosco, recio y tal o así”.

El camarero sacudió su paño de toda la vida, un criadero de moscas sucio y hediondo, y se acercó a nuestra mesa. Las moscas le acompañaron.

-Largo daquí, laosstiaaa –dijo entre gargajos y humo de la colilla de un puro a medio apagar entre los dientes.

Nos levantamos de mala gana y, al salir, sentí cómo silbaba junto a mi oreja una navaja que se hundió en la madera podrida del marco de la puerta. Con mango de nácar, juraría yo por lo menos.

Un zapato sin suela, en cambio, sí que alcanzó a Laurita Venegas en la espalda.

Antes de respirar el aire puro de la calle, me volví y pude ver, junto al retrato de uno de los hijos del tabernero en busca y captura, un documento que debió advertirnos de dónde nos habíamos metido: Era la Licencia de Apertura del local con fecha de hacía seis semanas; colgaba de un solo clavo, estaba cubierta por un cristal roto, y, debajo, leí que antes de ser un nido de ratas para borrachos y rudos, el local albergó un negocio de depilación por láser.

Aterrados, salimos huyendo de allí.

Sin cambiarnos siquiera de ropa, finalizamos la velada en “Potosí”. Yo pedí una menta con sirope, y Eugenia su bebida de siempre de esa semana tan extra fortísssima. En los asientos mullidos pudimos, más tarde de lo previsto, criticar el vestido de la novia, los peinados y los aperitivos. Al alba, todos a casa en la limusina de Fede Toledo, que se redimía con el gesto. Tanto, que durante el trayecto le reímos algunas ocurrencias.