jueves, 16 de octubre de 2008

A MI RIO GUADALQUIVIR, Y BETIS

Río que hacia el mar caminas,
tranquilo y majestuoso,
con tus transparentes aguas
entre pinares y chopos.
El olivar a tu paso,
se inclina reverencioso
cuando tus aguas lo besan 
en su discurrir airoso.
En tus orillas dejé
mis recuerdos de chiquilla;
al cruzar tus limpias aguas,
volaba mi fantasía.
Río de grato recuerdo,
en tu paso hacia la mar
vas derrochando elegancia,
con melodioso cantar.
Al pasar por la ribera,
de Córdoba la sultana,
abres tus brazos contento
porque tu caudal se ensancha
y sigues majestuoso
hacia Sevilla y Triana.
Allí te haces adulto,
ya tienes puerto y fragata
y las velitas al viento
navegan sobre tus aguas.
Ay río de mis amores,
Guadalquivir hechicero;
si pudiera, por besarte
me convertía en velero.

Paquita Ortiz Navarrete 15 octubre 2008

DESDE ENTONCES.

Como es fácil de entender, aprovechaba los recorridos en autobús desde mi barrio al centro para cantarle a mi mujer canciones de Emilio el Moro. En general (me gustaban casi todas) le comenzaba con esa que dice “Con dos losas… con dos losas. Me endiñaste con dos losas y al porrazo me rendí. Y por si era poca cosa, me largaste un puñetazo con más fuerza que Urtaín”.  Venía después la que canta “pocos abrigos te podrás comprar, como no dejes letras sin pagar. Y si las pagas todos pensarán, que tu señora tralaralará”.

El trayecto no daba para más. Llegábamos a la Plaza Nueva y nos disponíamos a resolver alguna compra o simplemente a pasear el centro de Sevilla.

Pero aquel día pasó un autobús fuera de servicio y el siguiente se llenó a base de esperas en paradas. De modo que mi mujer pasó antes y yo me rezagué para darle dos picotazos al bonobús y franquear nuestro viaje. El avanzar se hacía difícil, maletas y carros de la compra incluidos, de modo que consideré aceptable quedarnos en la zona media del autobús, aunque nos gusta llegar hasta el fondo, sea con o sin asiento.

La cosa es que pude sentarme a su lado en cuanto, dentro del atasco humano, vi su pantalón negro y su blusa roja. De modo inmediato, dado el tiempo perdido en llegar, entoné en voz baja uno de los grandes éxitos de don Emilio: el que dice que “gitana, tú te verá, lo mismo que una coneja, que no para de criá”, al que siguieron los expuestos al principio.

Me pasará siempre. Por mucho que las haya oído, me hacen reír. Y las celebro con mi mujer, que, paciente, me hace caso. Lo que me sorprendió fue que al levantar la cabeza, ella me saludara desde el fondo del autobús, muerta de risa. Volví a certificar la blusa roja, idéntica a la de mi mujer, y el pantalón negro sin duda, nada de afroamericano, fotocopia del que llevaba mi cónyuge desde que salió de casa. Y al fin volví la cara, a la izquierda, para conocer el rostro de quien había sido objeto de la pequeña serenata. La mujer, de un pelo copiado al de mi esposa, me miró sin pestañear, con una duda palpable entre huir o llamar a urgencias.

Yo no fui capaz de hablar. La mujer de ropa duplicada, al cruzar la mirada con mi mujer, esbozó una sonrisa. Antes de que bajaran los dos escalones para pisar la Plaza, estalló la carcajada. Simultánea. Desbordante.

Desde aquel día, sólo canto mirándole a los ojos. Son inconfundibles.