lunes, 7 de septiembre de 2009

Un haiku tardío





Había algo de ancestral en su forma de moverse.

Aquella casa había sido su santuario durante seis semanas y durante ese tiempo, ella y el silencio
sólo roto por ella habían habitado aquel espacio.

Como si de una oración se tratara, en ese último día de amansadora soledad, terminó de comer,
limpió lo usado y dejó en perfecto orden cada una de las estancias.

Para ella el mismo ritual, el del agua fresca resbalando por su pecho hasta las piernas
y el aroma a té verde y menta fresca sobre su piel en quebradizo manto.

Caminó descalza, despacio, por casa una de las habitaciones, rozando con la punta de los dedos
el frío blanco de las paredes prometiendo devolver algún día, no demasiado tarde, esa mansedumbre que en breve estaba a punto de romperse y esparcirse por los rincones en callada espera. Acarició con las manos aquellos lugares dónde la humanidad de otros cuerpos se había posado para siempre aunque nadie supiera cuándo, ni por qué.

Sobre las sábanas limpias de su cama se tumbó suavemente, en una oscuridad impropia de esas horas de tarde y se abrazó a sí misma y a la paz que se le escapa con la promesa de que otras presencias, más deseadas que la que estaba por llegar, aunque furtivamente, pronto dormirían a su lado.



"Madre dice que mi hermana Satsu es como la madera, tan arraigada a la tierra como un árbol de Sakura, pero de mí decía que era como el agua. El agua puede abrirse camino incluso a través de la piedra y si se ve atrapada siempre busca un nuevo camino..."

Memorias de una Geisha.