Sentados en la plaza,
con firme y suave mano
sujeto el plato llano
para posar la taza.
Se toma el piñonate,
dulce de pan o tarta,
y se pide la carta
para los chocolates.
El camarero atento,
venciendo la rutina,
buscando la propina,
nos busca un buen asiento.
Los niños, silla aparte;
conversación sin gritos,
siendo en sí misma un arte
para los señoritos.
Para que esto se entienda:
con ser las cinco y media,
montamos la comedia
de un acto: La merienda.
Habla antes el abuelo
pidiendo el café corto,
y una copa de oporto,
fría, pero sin hielo.
La abuela y su ritual:
Su té con leche fría
con galletas María:
La abuela siempre igual.
Mariquilla, mi esposa,
pide menta poleo,
huyendo del jaleo
de complicar la cosa.
Y yo, tradicional,
le pido que me eche
mucho azúcar, e igual
de café que de leche.
Los niños cambian mucho:
Ayer manteca y pan,
antesdeayer un flan
y hoy quieren cucuruchos.
Nos sirven lo pedido
desde la gran bandeja.
No hay una sola queja
a todo lo servido.
Sin que nadie lo indique
avanzan las manitas,
y, estirando el meñique,
se cogen las tacitas.
Japoneses de Kioto,
pidiéndonos licencia,
y con mil reverencias,
nos hacen dos mil fotos.
Y es que la parsimonia
que en nuestra mesa hay,
es una ceremonia
digna de un samurai.
El Sol se nos despide:
Terminamos té y menta
y el abuelo decide
que, hoy, paga él la cuenta.
Volvemos del paseo
temprano: siempre he dicho,
que estaría muy feo
volver de noche al nicho.
A lo nuestro, a lo tonto
del acuerdo que hicimos,
cada tarde salimos
y nos acostamos pronto,
tras acudir puntuales
al café de Macías,
con aires fantasmales,
dando a los orientales
dos mil fotos vacías.