lunes, 8 de septiembre de 2008

Ecos y rumores.

Janis Kokolis preparó la ensalada gigante que tenía prevista, básicamente de atún con cebolla, e ingresó en el Récord Guinnes el pasado martes por la mañana. Por la tarde, aprovechó para ganarse unos dólares como plañidera en tres entierros. Sus ojos anegados en lágrimas arrancaban terroríficos gritos de dolor de los asistentes.


 

Doña Ventura Mora de Pereda sacó a su hijo Edu por las orejas de aquel antro y se lo llevó sin rechistar. Estaba cansada de oír que su niño se pegaba por las noches con otros muchachos. Mientras pasaba entre la multitud, les echaba en cara no haberlos separado.


-Qué vergüenza, mira cómo llevas la cara, -le decía de camino a casa.


-Él también me ha pegado a mí, -contestó Edu.


-Es verdad, -reconoció el otro muchacho.


Al día siguiente, el diario deportivo Golazos detallaba las pérdidas del promotor Don King al haber tenido que suspender el campeonato mundial de los pesos pesados.

 

Alfred Rogers y Ginger Astaire, dos camioneros de Nevada, desentrañaron el día 8 de agosto pasado uno de los secretos mejor guardados de la Humanidad: La fórmula del bocadillo sin pan. Acostumbrados al caso que les hacen en casa, dieron gracias al Cielo al ver sus nombres en una reseña de su gesta en el suplemento semanal del Washington Post, en la columna dedicada a personas y pollos con trastornos psiquiátricos agudos.

 

El ambiente familiar reinante en la mansión Can Tous/Perellada, herederos de las lanas de Castelldefelds, tomó unos derroteros inesperados el pasado domingo, último de agosto. Resulta que la criada segunda de cocina, Guillermina Pousats, al servir la sopa, fue sorprendida por el tercero de los hijos de Joan Carles Tous y Clementina Perellada, el señorito Bartolet, quien le metió las manos por dentro del delantal con la excusa de buscar una copia de la llave de la bodega. Sabedores todos de que dicha llave la guarda, por tradición, la primera ayudante de ama de llaves, Guillermina lanzó la sopera en vertical y, entre lanzamiento y caída, golpeó las mandíbulas del señorito Bartolet con ambas manos. Una vez la sopera de nuevo en sus manos, procedió a servir su contenido sin más contratiempos. Sin embargo, terminada la jornada laboral de la servidumbre, y por tanto sin obligaciones contractuales ni diferencias sociales, la familia al completo se alineó a la izquierda del jardín principal de la casa, mientras que a la derecha, enfrente, lo hacía el conjunto de empleados y sirvientes. Comenzaron las hostilidades a las siete y cuarto de la tarde y terminaron los golpes y los insultos antes de las once de la noche. A la mañana siguiente, la normalidad era la nota dominante en la casa, hasta el punto de no mediar el menor signo de escarnio o mofa al cruzarse cada uno que más leña dio con el que portaba algún que otro moratón. Sin duda, comenzaba una nueva era de paz que duraría, al menos, otros cien años.