sábado, 18 de septiembre de 2010

LAS MULETAS


Una mañana más; una más entre todas mis mañanas. Al levantarme descorro las cortinas y abro la ventana de mi cuarto. Observo el cielo, como siempre, y doy gracias por el regalo que me ha sido ofrecido: el nuevo día.

Alzo la mirada e intento atravesar el manto azul, infinito, etéreo, para encontrar alguna respuesta a tantas preguntas, a cada duda que me asalta, pero no la encuentro.

Camino libremente, ya no tengo ataduras; mis piernas responden a todos y cada uno de los estímulos a que son expuestas. No me siento encasillada en la distancia existente entre dos palos de madera que durante tantos años han sido mi apoyo, mi refugio, mi guía… y mi centinela.

Mi caminar ya no es seguido por su soniquete, por su ritmo. Disfruto de la libertad de marcar mis propios pasos, de hacerlo a mi manera.

Por la senda que he elegido, a veces llevo el paso lento; doy un traspiés y me levanto; y, a veces corro, corro tanto como mis piernas me lo permiten, sin renunciar a ninguna de mis formas para acatar las establecidas.

También mis manos sienten la libertad de moverse a su antojo. Han sido muchos años con la necesidad de dejar caer su peso en los dos palos de madera que durante tanto tiempo me han llevado sobre sí.

Pienso en todos aquellos que aún viven con el miedo a deshacerse de las muletas, con el miedo a caer, y quisiera poder decirles que las suelten, que así no podrán ser libres; que la seguridad que aportan es engañosa; que fui feliz desde el momento en que comprobé la estabilidad de mi cuerpo, porque soy fuerte, mi cuerpo es fuerte. ¿Qué sentido tiene el uso de esos dos palos de madera en un cuerpo sano?

Pero algunas madrugadas, cuando ya lo azul es imperceptible, cuando se abren paso las sombras y anidan en el pensamiento; cuando en las noches sin luna, mi senda sin guía se oscurece, cuando el cansancio me invade y correr es imposible; cuando el pánico a lo que pueda surgir tras el recodo del camino me atormenta y las piernas tiemblan, echo de menos las muletas que por muchos años me dieron seguridad, esperanza, consuelo.

Echo de menos las muletas de la fe que me impusieron y que con amor llevé; y la sencilla felicidad que ahora no tengo.
Y echo de menos a Dios, a mi asidero.

¿Dónde estás, que no te encuentro?