jueves, 1 de mayo de 2008

HACIA ALGO MÁS

Voy en busca de un camino; el camino que me asegure un paradero donde los males no acechen.

Busco un camino a la sombra, resguardado de los vientos que me cimbreen.

Busco un sendero apacible, donde quepan mis sueños: los que me ayuden a andarlo.

Busco la senda de mi integridad y la de quien conmigo vaya, y sólo encuentro temor por saberla incierta, inalcanzable.

Busco; y encuentro miedo por lo vulnerable de nuestra existencia; por la indefensión a que es expuesta nuestra alma, nunca dispuesta a marcharse de estos senderos, por los que todos vagamos.

SERVICIOS.

Del Automóvil.

Nada más ver una posible avería -sin entender ni nada- le dije a mi mujer: Esto va a ser del mismo coche. Y aquí se lo traigo, con la fe que tengo en usted, tras ver lo bonito que han inaugurado su taller. En confianza, quien conduce siempre es ella. Pero de vez en cuando lo arranco porque me encanta ese ruido como de gargajo mañanero que hace al meter el contacto. Luego, cuando ella sale de la casa para ir al trabajo, yo salgo corriendo y le tiro las llaves. No suele cogerme, porque va cargada de libros. Hoy sí, porque no iba cargada de libros. Y aquí estamos, que no anda el vehículo. Yo, nada mas mirarme ella con esa mirada de día de evaluación y sin coche, le dije: Esta avería va a ser del mismo coche. Y aquí se lo traigo. No, no, lo del ojo ha sido con una puerta.

Médico de urgencia.

Mira, lobo gris del Seguro: Yo tengo cuarenta y tres años y mi Toribio me se murió de gastao. El lutazo que yo le respetao a ese hombre –mi hombre- ni las congoleñas de noche y sin suministro eléctrico. Hoy justo se cumplía el año a rajatabla. No trates de huir, que esa puerta está pero que bien blindada. Esto es una urgencia médico social de carácter irrenunciable. Cuando presentes el parte a tu superior lo va comprendé como nadie.  A vé, a vé cómo me reseta en horisontá.

Información telefónica.

¿Clamez Trunia? ¿Grálmez Turia? ¡Oyyy, sáquese usté el chicle! A vé, me repita. Que sí, letra por letra, mejón. Sí, yo soy nueva, pero usté habla como moscovita. Que no le llamado nada raro, oiga. Operadora número doce, pero no me amargue usted dando hoja de reclamaciones el primer día. A ver, la Ce, la Eble, la A, Mel y Ez. Aquí. Tome usté nota, en el doce de la calle Corbina doce: El 9. Mejor se lo doy poco a poco y así no se cansa. ¿Que tengo la voz bonita?, pues me llama usted mañana, quedamos y llevo todo el resto  del número distribuido por mi lencería. ¡Iiiiiiiiii, picarón! Cuelgue, bueno cuelga; no, tú primero. Bueno los dó a la vé . ¡Sigues ahí, picarón! ¡iiiiiiiii!

¡Ay, Qué dura la rutina de la teleoperadora telefónica, soportando la frialdad, la lejanía de los que solicitan en la distancia un número impersonal, un frío conjunto de dígitos… que yo llevaré en mi interior…! ¡iiiiiiiii!

EL SUICIDIO. ENSAYO (I)

 

Marta Jari Crisma, de Argelia.

La dama del veneno negro, la incomparable propulsora de poner porquerías en las comidas a la gente. Y en las bebidas. Las de la televisión no son su culpa, como defienden algunos de sus biógrafos.

Muy niña, más niña que nadie, emponzoñó un pozo. El resultado fue de cambios en la estructura dental de cientos de cabras en la explanada cercana a su choza. La pillaron y fue obligada a seguir unos cursos de francés por correspondencia. Esto acabó agriando su carácter ya de por sí venenoso. El día de su décimo cumpleaños, compró un décimo de lotería que regaló a su padre. No hizo nada bueno más en toda su vida.

El décimo no resultó premiado.

Cuando pudo huir de su hogar, dejó tras de sí un reguero de maíz con estricnina para que no le siguiera su adorada gallina Dolores. Quería romper con todo lo que significaba una vida sujeta a un poste de telégrafos. Y lo hizo.

Llegó a Gijón tras desempeñar múltiples trabajos. En todos aprendía un brebaje, pócima o bebedizo capaz de dejar a cualquiera con cara de último de la cola que ya no encuentra entradas. Se comenzó a fraguar su leyenda. Y fue en Andorra donde se consagró:

El seis del seis de mil novecientos noventa, Marta dirigía un servicio de catering. Puso algo en la salsa de los langostinos de una fiesta de vendedores. Semanas más tarde, todos los comensales seguían leyendo los libros de derecha a izquierda.

Los periódicos sensacionalistas sacaban en primera página el ranking de sus hazañas, como la de los seiscientos cincuenta monaguillos que se hicieron socios del Liverpool en una sola semana, tras ingerir una bebida sazonada con peligralaminina en polvo, una sustancia que no se detecta en laboratorios por más que se intente.

Su fama hizo que llegara el día más difícil: Salvatore Pomodoro Liquasto, jefe indiscutible de la Cossa Staquearde, la Mafia Suprema, le hizo llegar su interés por hacer desaparecer a un jefe de estado. ¿En qué Estado está?, preguntó Marta. Vivo, le respondió Salvatore. Decidió aceptar el trabajo.

En la recepción que Abucadonimas Pasteleraitis, Primer Ministro de la pequeña república de Karakartonis celebró en su palacio presidencial, Marta contrató el servicio de menús. Consiguió quedarse a solas con la sopa el tiempo suficiente para introducir setenta gramos justos de venenitogordín, un potentísimo acelerador de la tartamudez. Después de esa fiesta, no hubo continuidad en los mensajes del Primer Ministro a su pueblo y fue derrotado en las urnas.

Pasaron los años y Marta se notaba cansada en las labores del hogar. Decidió dejarlo todo y para ello ingirió una dosis enorme de espesisimamasacotina, hecha con una mezcla por partes iguales de pasta de dientes, piel de pollo, papas fritas prensadas y ralladuras de limón. Sus vecinos la encontraron el nueve del nueve del dos mil tres hecha un ovillo en su sofá, carísimo. Se llevaron el sofá, si total...

El forense Luis Tetrinquet la encontró hecha un ovillo en el suelo. En una muestra de respeto ante la gran dama que se encontraba a sus pies, no le hizo la autopsia y empezó con frenesí a escribir su historia. Una historia que, lo que son las biografías, ha llegado a nosotros como la de una gran suicida. Es justo, pensamos nosotros.

Vendió sesenta y cuatro mil ejemplares, en siete ediciones; la última de bolsillo, pero con letra grande.