viernes, 14 de junio de 2019

Ópera prima

ÓPERA PRIMA

                  No quise volver a casa en cuanto mi posible editor, Güiliam Persevere, terminó de tragarse el octavo borrador a lápiz de mi novela, titulada El nuevo fontanero de GrinBilich Escuare. No quería dejar huella de su fracaso absoluto como editor, me dijo, mientras añadía sal al prólogo. Le concedí el detalle de pasar el índice de ochenta y dos páginas por el pasapuré y me lo agradeció.
                  Definitivamente, su comentario sobre mi obra literaria me pareció inapropiado y falto de palabras. Compensé la carencia con ciento doce insultos y di un portazo al salir.         
                  Salí de allí hacia fuera, sin dudarlo. Me dirigí a casa de mi nueva amante a tiempo parcial.  Quizá ella tendría alguna solución para algo en esta vida, aunque no tuviera nada que ver conmigo. Ni con ella. No sabía qué hacer. Pronto cumpliría los setenta y dos y Virgilia, una pirómana rubia, no iba a esperarme eternamente. Ni yo a ella, me dije, pero no se lo dije. Anduve dando vueltas a su edificio en llamas, sin saber qué hacer hasta que bajó y abrió la puerta. Antes, cuando no tenía puerta, todo era más fácil. Olía a quemado y se lo dije así de claro.
                  Apenas terminó de abofetearme, le dije lo que había sucedido con el borrador. Hizo una pausa de diez minutos, reanudó la tanda de bofetones y me dijo:
                  –Le has llevado la carpeta que contenía mis Bonos del Estado a interés fijo. Fijo que ya no tienes interés para mí, zopenco. Para colmo, has dejado tu borrador en la última estantería del palomar de la azotea y, aunque el edificio sí, tus papeles no han ardido. Batracio abyecto, eso es lo que eres: un cenutrio desdentado, un escarabajo interino. Un mierdófilo. En fin, decide nuestro futuro mientras salvo algo del ajuar de novios que se ha carbonizado. No me creo capaz de concebir una pareja estable partiendo de lo imbécil que eres y mi altísima dosis de ingenuidad.
                –Me encantaría que me tragara la Tierra, créeme  –le dije prudente–, o cualquier otro planeta vivo, cercano y capaz de engullir como el nuestro. Pero nada, no ha podido ser, hija de mi vida.
                  No hubo acuerdo amistoso y opté por suicidarme a las 16 horas, 16,30 en segunda convocatoria. Como acudieron todos los vecinos a las 16, rescaté mi borrador y, sin más ayuda que la de una tetera de dos litros llena de limonada, engullí enterito el capítulo XII, ése tan comentado en el psiquiátrico de San Gerencio de la Serna, de donde me rescató mi amante.
                  –Hijo por Dios –contestó–, no dejes que se te haga bola. Mastica despacio y bebe.
                  Terminé y fui objeto de comentarios negativos. No sólo no me moría. Ni siquiera me atragantaba. Qué trabajito les cuesta reconocer que tengo una prosa ligera.
                  –Ni pa matarse vale el joío tonto –soltó Purita Mari Gámez, la del sexto H, mientras miraba por el móvil las cotizaciones del yang, del ying, del ping y del pong y del dólar de la Isla Perejil, una economía floreciente y en auge (bajó la voz al comentar que se preparaba otra invasión del pedrusco, esta vez con cobertura aérea de un dron, doscientos globos verdes llenos de polvo pica-pica y seis o siete cometas de plástico del bueno).
                  El resto se largó entre murmullos grabados en pendrive por el del cuarto B, un tipo raro con ganas, según su esposa, una de Tombuctú que cosía para la calle, junto al  alféizar de una ventana pintada en la pared.
                  Virgilia me suplicó con ternura que no escribiera más novelas. Ni prospectos. Ni libros de instrucciones para usar cucharas. Le juré que lo dejaba al instante y guardó el revólver.
                  Vivimos desde entonces de pequeños robos en comercios regentados por gente de nacionalidad más bien china y sonriente. Nos llevamos con violencia lo que van a tirar, porque, bien se ve a simple vista, las criaturas ya no saben dónde poner más chanclas de plástico ni tupperwares para guardar filetes empanados. No somos unos torpes, ni mucho menos. Cambiamos cada dos meses de establecimiento y usamos medias distintas para taparnos la cabeza. Mañana mismo, con el mayor rigor, a mí me tocan unas beige que me aplastan los párpados pero con ellas no me reconoce ni el párroco de la barriada, quizá porque ninguno de los dos sabía que hubiera parroquia. 
                  Corren tiempos difíciles para los artistas.