sábado, 25 de julio de 2009

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (XVII).

CONSULTA DEL ESTOMATÓLOGO SEBASTIÁN GINAS.

Tres quince de la tarde. Sala de espera llena de pacientes.

-Ché, shegué, pero querría no más saber quién va el último. Compréndanlo.

-Sos vos. Lo juro como portavoz del grupo y argentino también.

-¿Algún muerto? Pregunto por pasar el rato.

-El siguiente, -dice la enfermera, sin aclarar si responde la pregunta anterior.

Una señora bajita de no más de ochenta y nueve años se pone en pie como una flecha y se cuela entre un sofá y la planta artificial amazónica de adorno. Lleva un sombrero hongo negro que hace siniestra su sonrisa al volverse.

La enfermera le afea la conducta y, dos minutos más tarde, los del sofá de enfrente de la puerta declaran su apoyo a la vieja en su “inisiativa valiente, capaz de afrontar retos que chocan con la carendensialidad de la lista única, serrada, obtusa y corporativista de nuestra sosiedad actual”, en texto improvisado y leído por el portavoz argentino.

Los de los sillones individuales del otro lado de la habitación tiran cojines al portavoz mientras esgrimen frases como “los tuyos” en relación a la exposición reciente.

La vieja es ágil, tiene cintura y está a punto de conseguir dejar su abrigo en el sillón donde se resuelven las limpiezas cubiertas por el seguro. Al doctor le trae sin cuidado y abre el grifo a presión justo cuando un mocetón de dos metros coge a la vieja por el bombín fijado a la frente y pataleando la devuelve a la sala. Antes de poner a la vieja en el suelo, recibe de ella, gratis, un par de puntapiés; el primero en el punto técnico de la caja de cambios, la palanca, y el segundo en sus estabilizadores esféricos, que, en conjunto, consiguen hacer del dueño del sistema una bisagra humana.

Ahí interviene la tita Lola del niño, que emerge de una nube de plumas fruto de la rotura de los primeros cojines de los asientos y, sin avisar, fríamente cuenta a la vieja lo que le pasó con su dentadura.

-Mire, decrépita neandertal, a mí se me cruzaron dos muelas de arriba con un colmillo de abajo en el momento de la tarta nupcial de mi segundo, el Satur, y allí me quedé y así me trajeron a la consulta con la tarta en la boca.

El silencio de la sala es de pregunta conflictiva en ascensor con ruido atamborado y pregón aeróbico: Nadie mueve un músculo. Entre las plumas que flotan, la tita Lola coge a su niño doblado por el brazo y como una Reina Madre se dirige al sillón de prospecciones bucales y cosas varias, donde el doctor lleva un rato regando sus macetas al no saber apagar el aparato del agua a presión.

Hasta el argentino, incapaz de explicar en menos de cien folios lo que le pasó en Rusia con un segundo bocadillo de vodka, se queda callado. O casi:

-¿Ocheron?, -acierta a decir-. Qué bárbara. Ni mi caballo Orlando Fabián sufrió algo como eso allá en la Patagonia. Se los juro.

La imagen ha calado hondo. Poco a poco, se separan los contendientes/pacientes y se sientan recordando su turno de entrada.

La vieja, más ofendida que impotente, abre la boca por primera vez:

-Ya vendré a limpiar más tarde.

Lo hace saludando al dentista, que saluda a su vez a través de los cristales a la nueva limpiadora.

La enfermera deja la revista y el chicle y cierra la puerta de la consulta.