miércoles, 25 de septiembre de 2013

Antesdeayer.



Antesdeayer LolaPili Mollares, mi jefa, me pegó con la aljofifa antes de exprimirla y después de haber repasado a fondo el fregadero de los cráneos, según ella “lleno de pringue, sin brillo y oliendo a mondas de langostinos de catorce días”. Asumí el golpe húmedo con gallardía, no retiré la cara porque no me dio tiempo, y en cuanto la miré le dije que en ese mismo momento, ya cerrado el local para las parroquianas, me iba y no me veía el pelo hasta el día siguiente. Me soltó un mugido mezcla de barítono y Marge Simpson lavándose los dientes, pero me vio salir con una dignidad que ya querrían muchos.
Antesdeayer patiné doce metros y veinte centímetros sobre una pastilla de jabón, a velocidad creciente hasta dejar mis pensamientos grabados en la pared del final del pasillo tras un encuentro frontal con mi frente. Ninguno de los gemelos tenía nada que ver, dijeron, pero he abierto expediente. Aquí hay gato encerrado, me dije.
Antesdeayer, cuando pensaba que cenaría acompañado, apareció Matías Pignoriso con la guitarra y en el mismo descansillo del sexto piso donde vivimos, organizó un pequeño fiestorro. Los vecinos, de todas las plantas, le echaban en el sombrerillo algún que otro billete de 200 euros a lo que Matías respondía que él siempre sería igual, que no tenía cambio. Puso a cambio algunas cervecitas frescas y pinchos de tortilla que le había hecho la suegra, y el vecindario, incluidos mi mujer y mis hijos, echaron un rato la mar de entretenido mientras yo, mohíno, liaba y liaba acelgas con mi tenedor en la mesa de la cocina. 
Llevaba tiempo sin ver a Kasklaratis, nuestro gato siasemestre. Echaba de menos sus pelos caídos sobre mis bocadillos de melva, que el muy ladino conseguía comerse casi en su totalidad mientras yo me enjuagaba la boca. No denuncié la desaparición e hice bien, pues fue simplemente una escondida al saber que los gemelos iban tras él para bañarlo. Cuando abrieron el último armario de la casa, el del baño, Kasklaratis salió como una bala desperdigando por la casa todo tipo de productos para el aseo personal, siendo la pastilla de jabón la que llegó más lejos, justo hasta debajo de la suela de mi zapato derecho.
Doña Mambrina Arboleda, clienta de toda la vida, conocida en el barrio como doña Coña por su capacidad de molestar, vino antesdeayer a arreglarse el moño con nosotros. Era mi hora del brunch y no me enteré de que se tiró de los pelos con mi jefa durante las dos horas breves de mi ausencia: cuantito que entré, lógico también, la pagó conmigo, porque no me acordaba de haber dejado temporalmente debajo del fregadero una bolsita con las mondas de unos langostinos que me había comido dos semanas antes.
Matías Pignoriso irrumpió en nuestra comunidad de propietarios como animador. Él, vicepresidente del Banco Central Europeo, dejó el cargo en cuanto vio el muermo que había en nuestras reuniones. No me olvido del día que se trajo unos calzoncillos con encaje que habían sido de su abuelo y se puso a cantar por Sammy Davis. Aquel día me arrebató mi momento de gloria, aunque reconozco que estuvo sublime, con chistes buenísimos en los intermedios, donde aprovechábamos para votar alguna derrama. Yo tenía preparado un solo de flauta, con la música de ”brilla, brilla, linda estrella…”, etc. y le cogí celos. Por eso, cuando aparece con la guitarra llamando a las puertas de los vecinos, yo no salgo. Ya se me pasará, me dicen mi mujer y los niños, mientras, como antesdeayer, salen corriendo a verle bailar y cantar.