martes, 2 de octubre de 2012

Recuerdos de viajes (10).


Desierto del Sahara.

Mientras me guardaba su grapadora en el bolsillo de atrás del pantalón, la gerenta, directora, dueña y empleada única de la agencia de viajes nos informó de que este tipo de excursiones sólo incluyen el billete de ida. Como andábamos cortos de beneficios, de liquidez y de dinero, nos apuntamos. Eché de menos mis gafas del cerca y volví al despacho, donde la gerenta me las cambió por la grapadora y veintidós euros para no ir a juicio. Acepté.
La salida se haría de noche, para aprovechar si alguno quería extraditarse o llevarse algún dinerito fuera de España, para que no se quedara aquí aburrido. Son gente que no se queda por el interés. Unos verdaderos patriotas. Comprendí lo del billete unidireccional.
Me tocó en el asiento de atrás un señor escuálido con gorra blanca, de camisa desabotonada y dientes amarillos. Le dije que dejara de tocarme y se fue a buscar otro con quien sentarse. Lo vio desde la puerta mi cuñada Fuencisla, que viajaba esta vez conmigo para cubrir la baja de mi mujer, mucho más baja que ella. Antes de dejar el bolso en la parte de arriba del equipaje, se fue a por el de la gorra y le pateó la zona del psoas y la de los huecos poplíteos (antiguas corvas), provocando así su incapacidad de decirle dónde le dolía al médico de la expedición.
Así me hice respetar en el grupo.
El conductor ordenó sus botellas por orden de graduación alcohólica y salimos a la hora siguiente en punto de la prevista.
El viaje era largo, pesado y lento, pero logramos que, gracias a los cambios de ruedas por turnos y la reposición de aceite entre todos, a la que contribuimos dando el de las latas de anchoas, se pudiera hacer insoportable la mayor parte del tiempo.
Llegamos de todos modos a las grandes dunas, donde no faltaban los vendedores de pañuelos que además regulaban el semáforo a su voluntad. Hubo uno al que tuvimos que pagar los 650 dólares que pedía porque no había forma de que nos dejara seguir nuestro camino en paz.
Ya metidos en arena, comprobamos que prácticamente no hay que empujar cuando el autobús se atasca algo cuesta abajo. En cambio, para subir, sólo permitían quedarse dentro al conductor con sus botellas, para no perder el rumbo.
La primera noche fue especial, pues nos sorprendió de pronto, como cuando se apaga la luz en casa y a ti te coge yendo al servicio. Allí, por la orientación nasal, era fácil encontrar donde descargar tensiones internas, pero volver al autobús no era tan inmediato, de modo que pusimos una cuerda atada al volante por la que se iba y se volvía del lugar en sí, donde la mayoría, después de realizarse personalmente, reconocía haber echado tierra al asunto.
Un tal Galateo, jefe de piratería informática de la empresa alemana Frau Dülent, tardaba más de lo habitual en volver tras su promesa de hacerlo. Decía orientarse por las estrellas de su país. Se propuso una expedición para buscarle pero los elegidos estaban ya dormidos y lo dejamos hasta que amaneciera. Unas horas después volvió perseguido por dos serpientes negras que Fuencisla retorció, rebanó, adobó y puso como tentempié al día siguiente, al punto de sal.
De monumentos y estilos arquitectónicos vimos poco.
Se nos acabó el agua y dije de parar en un oasis, el Freshosho, donde me pedían dos nóminas y un avalista para la botella de litro y medio que soñé con comprar. Salí con los impresos, pero los tiré a una papelera situada junto a una palmera, a la salida de la sucursal. Para más INRI, la comisión de apertura era de doscientos dátiles. Un abuso.
Mi cuñada no perdió el tiempo.
Ella es de bailes lentos, o sea, pasomitad, pero se había entrenado con el Waka waka shakireño en el distrito, cuando se reúne con las amigotas, y con el Wifi del autobús –gratuito- se empapó bien de las antiguas danzas pro lluvias comanches.
Bajó, se bajó los pantalones y con un paraguas donde colgó un collar amarillo de miles de perlas se lanzó a la frenética petición al dios Mojagua para rociar el planeta hasta el nivel de charco bajo/medio.
Sus chichas cintureras en plena turbulencia, junto con su interpretación libre de los pasos principales de la danza, produjeron una lluvia extraña. Supusimos que el dios, para parar aquello, envió el agua de una sola vez, en una única e inmensa gota que nos sorprendió. Pero nos dio tiempo a mojarnos y guardar agüita fresca en las botellas, cacerolas y bolsillos de los impermeables.
Nos quedaba ver pasar alguna típica y lenta caravana de camellos. Sólo pudimos ver ochenta y dos de las cien prometidas, pero bueno, dijimos, así es la vida.
Dimos la vuelta al autobús y relevamos al chófer hasta que el delirium tremens se le viniera un poquito abajo. Prometió dejar el alcohol y dedicarse al agua oxigenada, una vez que los efectos devastadores de tanto golpe etílico le habían provocado casarse seis veces con la misma persona, jurando a voz en grito no recordar nada en cada una de las ceremonias religiosas.
Al irse al asiento de atrás, hubo que dar un volantazo para evitar atropellar a una tarántula que finalmente se llevó un fuerte golpe en el hombro con el retrovisor. Después supimos que nos denunció por haber recibido un espejismo.
Llegamos bien y nos fuimos a descansar.
Antes de separarnos, rellenamos el impreso de “comentarios y posibles mejoras del viaje en particular y de la agencia en general”, y se lo hicimos comer a la dueña.
Aún así, la incansable Fuencisla ya tenía en mente otro periplo, esta vez a un lugar incomparable: New York City, Addis Abeba, o una tienda de electrodomésticos de segunda mano de Jerez de la Frontera. Lo que sea más fácil.