Abril. Arte, feria, vuelo de volantes, azahar, vida. ¿Muerte? Sí, muerte a diario, con cita previa, cada tarde, a las cinco.
Banderilla y capote; pasodoble y clavel. Todo un ritual (no quiero olvidar las tremendas heridas de quien no está en el ruedo por haberlo elegido. Tampoco me olvido del transporte en cajones de chapa a cincuenta grados o más, kilómetros y kilómetros, durante las corridas de verano).
Espectáculo de sufrimiento que provoca en quien observa, admiración, ovación y divertimento.
Dos mil ocho. No atino a comprender qué ocurre en el cerebro de tanto intelectual aficionado a una “Fiesta Nacional” que a mí me provoca vergüenza. Creo que no hace falta que explique todos los motivos que me llevan a ese sentimiento de absoluto rechazo. ¿Por qué se ponen en tela de juicio las (para mí) aberrantes peleas de perros, ilegales, por cierto, y yo voy a morirme sin ver el fin de esta “cultura”nuestra? Quizá sea cuestión sólo de tiempo, para que surja una tradición y se pague, por ejemplo, para asistir a la “espectacular experiencia” de ver cómo dos animales se descarnan mutuamente, con el consentimiento de una gran mayoría que aplaude.
Y este año, para colmo, un cartel que, a la altura de la agresividad que todos respiramos, muestra a un toro atravesado literalmente. ¿Le parecerá poco al pintor y querrá más? No sé qué pensarán los aficionados. Yo tengo que decir que, cuanto menos, resulta a la vista, estéticamente incorrecto.