Celénides Brockam, astrofísico
y ex consejero de Estado para el estudio de la vibración de la pandereta en el
espacio aéreo de Chirmania, llegó a Cádiz el pasado domingo para “pasar unos
diítas y ver su cielo”, dijo en su pobre español, idioma en el que apenas ha
publicado una docena de tratados sobre el erizo de mar.
Nada más pisar la playa de la
Victoria y desencrustado que hubo un cangrejillo de su pie, llamó a una
vendedora de papas fritas con dos doctorados, negoció la compra de varias
bolsas cerradas y le pidió en matrimonio a las 14:00 horas, cuando lo que quiso
decir fue “quédese el cambio”.
La chica, en principio una joven
morena de piel ídem, llevó bien las primeras ocho horas de vida marital legal
no efectiva, una convivencia tranquila bajo la sombrilla de Celénides que les
llevó a la noche. Reinaba aún cierta armonía sostenida en una diversidad
cultural evidente y palpable: Celénides observaba las proporciones cósmicas de La
Vía Lactosa desde su azotea y su esposa, dando golpecitos con el pie en el
suelo, proponía que le observara sus propias y palpables proporciones, en
cumplimiento de sus obligaciones de lucha libre sobre cama tierna de sábanas
aderezadas con turgencias y chistes
verdes frescos, todas ellas derivadas del reciente contrato.
-Me tienes frita –dijo, y
sabía de lo que hablaba.
A las 00.02, ya del día
siguiente, la esposa subió a la azotea y, en la mayor ortodoxia del lanzamiento
olímpico del martillo, giró el telescopio hacia sí misma, mandó el brevísimo y
vaporoso camisón a volar a lomos del viento de Levante y se encaró turgente y
amenazadora hacia su inestrenado marido. Celénides observó bien, se limpió las
gafas, las tiró después al suelo junto con el telescopio y, sin más, vio las
estrellas.