lunes, 20 de abril de 2009

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (IX).

Batalla de la Paz.

 

Celebrada en el lago Leada, en pleno centro de la capital de Bolivia, tiene la virtud para los investigadores de ser la primera con propuesta de intermedio para comer, en el que se repartirían refrescos y bocadillos.

Llevados los coches de las bombas por caminos abruptos, al ejército A, muy revolucionario, se le cayeron dos cajas de petardos por el camino que nadie se bajó a recoger en un error calificado como histórico. En su haber, diremos que el uniforme, blanco con media manga, medias negras, gorra de plato y pelo recogido, provocó aplausos en el ejército B, que por su parte hizo furor en el público nada más dejar ver su pantaloncito corto caqui, gorritos flexibles de pescador maduro, tres trenzas y gafas de sol. Mucho más pret a porter sin duda.

El árbitro tiró la moneda al agua y bajó la cabeza, azorado. A los dados ganó el jefe de los A y empezaban los suyos.

La batalla era mixta. El primer torpedo, de aviso para que se fueran colocando, lo tiró el comandante Flavio Hortensio Macarandeido. Él quería salpicar al almirante Walter Wonder Wells, alias el Internet, que buscó –y halló pronto- unos pantalones de recambio.

La respuesta, aérea, sorprendió. Del portaaviones de fabricación soviética Llevomoskas partió el legendario kamikaze Chokokontó que se fue de cabeza al mueble de la vajilla de los otros. Un desastre. Aquella noche, y el resto del mes, cenas en platos y vasos de plástico.

El contraataque, de manual. El comandante echó al agua dos millones de buceadores que, con la mano libre –la otra para taparse la nariz-  quitaron los tapones de cinco destructores. Desesperados, se puso en marcha la operación “Cúbica”, a base de fregonas y bayetas, achicando agua en plan bestia. Desde el condecorado almirante hasta el último marinerito.

En el paroxismo de la batalla, el segundo árbitro que dice que se tiene que ir. Que su Elena está de parto y que él le prometió estar con ella. Sin más, y lo dice el reglamento, el juez principal pitó descanso y sirvió una comida, desde mi punto de vista (y lo mismo para todos los que estábamos allí), muy alta en calorías.

Y ya después de la sobremesa, cerca de las cinco y media, sin las dos horas de la digestión, se echó la noche encima.

El administrativo, con el acta preparada, no quería saber nada.

Allí las camas estaban sin hacer, no se había preparado cena y las madres llamaban sin parar, poniendo loca la cabeza a la niña de la centralita.

-Yo firmaba el empate, -dijo socarrón el administrativo.

Así fue. Un apretón de manos y todos para casa.

En el autobús de vuelta, la mayoría con su walkman y cansados, no se veía la alegría del principio de las excursiones.

Bodas (I).

Mediodía.

-Stamo paselebrá ¿Quiere que sí, ooouuuuaaeeehboda y eso, tú? ¡she, tú!

-Pssséeeah, quesí, fijo.

-¿Y tú, tamién?

-Síi, massomeno, ¿no?

-Yo os declaro y toeso…

-¿Alguien quiere tarta o argo?

-Yo… bueno, algo. Una cucharaíta.

Ruido de latas y coche, clanc, clanc. Una sola lata. Una lata.

-Adió, adió niñoh; ser felí. Lo má. O argo.

Por la noche. En el hotel.

-Mete los carsetine en una bota, que despué los barren.

-Sí, ya ¿Ta cansá? Yostoi que me caigo de tordía.

-Queseyó, sí, sssomenos.

-Tamañana, nos vemo y eso. ¿Vasito dagua?

-Bien, bueno. Apaga la lú der vate.

-Sapagasola. Shatepallá.

Bostezooooouaahhh.

La pasión desmedida, el desenfreno y el desmadre han sido y son características comunes que hacen inconfundible cualquier boda celebrada en Canadá. Baste el ejemplo anterior en la que fui testigo de mi propia boda. Que no me lo ha contado nadie. Una pasada.