martes, 15 de febrero de 2011

Patapalo

Aquel pirata, viejo lobo de mar, se sentía por primera vez desgraciado. Nada se había resistido a sus conquistas, ni los barcos más potentes, ni las damas más bellas.
Su corazón libre lo había llevado por los mares más difíciles y las más tortuosas historias. Hoy sentía que su propia leyenda lo había superado y que ya no era capaz ni de retarse a sí mismo.
Las heridas de “guerra” habían sido tantas que al pobre le faltaba un ojo, una pierna y tres dedos de una mano, y todo eso del mismo lado del cuerpo. En otra época habría dicho de sí mismo que tenía un buen perfil, pero hoy no estaba para bromas. En la última apuesta perdió su barco, y la artrosis de su pierna sana casi le impedía andar, de modo que no buscó otro.
Su pelo encanecido, en otro tiempo abundante, había ido cayendo, y de su tupida melena rizada apenas quedaban unas greñas en el cogote que él trenzaba artísticamente con mucho esmero cuando se duchaba. Y eso lo hacía muy de tarde en tarde. Su olor lo precedía de tal forma que hasta los perros se apartaban cuando se acercaba a la vieja tasca del puerto. Sobre aquel barril desvencijado relataba una y mil veces las mismas batallitas de siempre. Huraño, mentiroso y bravucón, apenas había nadie que se le dirigiese la palabra. Hasta aquella nefasta tarde en que se enfrentó a su más feroz enemigo, otro lobo de mar que en tierra era bastante más frágil que él. En la misma tasca lo mató de un certero botellazo en la cabeza tras una de esas discusiones sin sentido que solían protagonizar tras cuatro sorbos de ron.
-Ya los piratas no son como antes, -dijo a voz en grito-. Esta vez los servicios sociales intervinieron y ahora se encontraba recluido en un hospital para dementes. No habían conseguido quitarle los harapos para bañarlo.
Tiritando, mojado y cubierto con una gran manta estaba en un rincón de su nuevo dormitorio gritando para que nadie lo tocase, como un perro rabioso.
Entonces apareció aquella enfermera. Sin hacer caso a los gritos, se le acercó y le habló mirándolo directamente a los ojos. Lo trataba, por primera vez en mucho tiempo, como a una persona, preguntándole por qué se sentía tan mal. El fanfarrón pirata quedó desarmado. La enfermera, con aquellos grandes ojos verdes, tan profundos como el mar, logró bucear hasta el corazón de aquel viejo cascarrabias que de pronto se sintió como un niño.
Durante un mes, cada día, charlaban un buen rato cuando venía a dispensarle cuidados. Entonces empezó a sentirse de nuevo como un hombre. El pirata descubrió una parcela de sí mismo nueva: la ternura.
Un buen día, cuando la primavera apuntaba ya en los arbustos del jardín, la enfermera lo besó suavemente. Aquel viejo corazón despertó de nuevo, y supo por vez primera lo que era entregarse a alguien de verdad. Se amaron en silencio hasta el amanecer. Se rieron juntos, incluso lloraron de alegría.
Al día siguiente la enfermera no lo visitó. El viejo pirata sabía que su hora estaba cerca y con el corazón lleno de amor escribió una carta de despedida a su amada antes de abandonar este mundo. La enfermera, que aprendió a amar con el pirata, relee cada noche la carta mientras lo busca en la Estrella Polar.