martes, 12 de febrero de 2019

CONVERSIÓN


Las sombras del bosque se unen, se confabulan. Ya no sé dónde esconderme. He corrido durante dos horas; y ahora aparece la lluvia para acabar de complicarlo todo.
Ayer bajé de ese tren con ganas de conocer este pueblo. Hoy me pregunto si podré salir de aquí con vida. En la entrada de esta pequeña cueva me siento un poco más seguro. ¡Dios, Dios, Dios, ayúdame! Me acurruco sobre mí, me abrazo las dos piernas y ruego que se vaya, que pierda mi rastro. Quisiera mimetizarme con estas paredes, con la tierra; ser piedra, adquirir una naturaleza inerte para estar a salvo, y guardar mi corazón, eso sí, en el centro de lo frío, de lo duro, ahí, protegido, para que me permitiera volver a ser luego. Pero no, eso no me va a pasar. Estoy aquí, escondido, y mi corazón galopa y se me oye fuera del cuerpo. Muy cerca ya, las ramas crujen. Se acerca.
No lo entiendo; me miró a los ojos, enormes ojos verdes llenos de dulzura, amables y transparentes. Se ofreció a ayudarme con las maletas. Luego comimos y reímos mucho. 
Otro chasquido de rama, y otro más cerca. Me pego a la pared rocosa y húmeda, tanto, tanto que parece que fuera a traspasarla. Noto su frialdad en la piel de mis brazos, que quedan al aire, porque mi camisa está hecha jirones. Ya advierto la respiración fuerte y regurguitante; pienso en mi madre, la amo, la amo… quiero que me abrace. No puedo esconderme más. No puedo huir; no puedo escapar del resplandor de esta luna.
Tres conejos aparecen de golpe frente a mí y corren despavoridos. El chico de la estación, que por un momento me hizo sentir tan bien, corre tras ellos, atrapado en el cuerpo de una bestia que sólo comparte sus ojos. Esos tres animalitos acaban de salvarme la vida.