sábado, 12 de junio de 2010

GRANDES BATALLAS DE LA HISTORIA (XXV).

Batalla del Crucero.

El que traía el pan de molde fue el responsable, aunque sin querer, de que el megáfono del capitán Jorge Jergal cayera por la borda del Flotamund. El capitán, compungido, llamó al pasaje para embarcar según le parecía más procedente, por señas o incluso con carteles improvisados y plenos de faltas de ortografía.

Al día siguiente, al entrar el último pasajero, que le pisó los dos pies al mismo tiempo, el capitán dio la orden de soltar amarras y los remolcadores, con su ronquera de vodka seco, separaron del muelle el inmenso paquebote, la montaña flotante, hasta dejarlo suavemente abollado en el centro de la Bahía Chencha, donde ya se podría mover por sí mismo.

Antes de arrancar los motores, la tripulación pudo oír cómo una pescadilla, con el megáfono, le soltara un “¡buen viaje, imbéciles!”, antes de zambullirse.

Una vez fijado el rumbo, los dos mil quinientos pasajeros del crucero se dirigieron a cubierta, a disfrutar del plan “todo incluido” que habían contratado con la agencia de viajes Giramund, que incluía plaza gratis para los menores de doce años.

Los primeros cien metros de singladura fueron de una muestra de alegría tras otra, celebraciones de modelos de gorras y camisetas, tacones y fracs.

Fue una pregunta aparentemente anodina y sin mala intención lo que, según los biógrafos, pasó después:

-Oyequillo, ¿farta mushio?, -preguntó un chiquillo pelirrojo con tres caramelos en la boca al primer piloto de maniobras, Emilio Bogadanovich.

-Niño, no te tenías que haber quitado el cinturón de seguridad todavía. Anda y póntelo al cuello, que yo después te lo ajusto.

Emilio acababa de suspender para piloto de aviación y se vengaba con amargura de un inocente.

Siete minutos más tarde, una legión de camisas floreadas cubriendo sesenta y cinco mil litros de crema bronceadora se agolpaba ante la cabina de la dirección del barco. La mayoría portaba una cervecita y un plato de frutos secos para picar, mientras en los bolsillos llevaban tapas variadas y bollería fresca del día. Algunos, bajo el sombreo de ala ancha, escondían marisco para el aperitivo.

-Queremos una satisfacción por escrito de la ausencia de ternura del criminal que tienen ustedes pilotando, -dijo el que había ganado la votación para interlocutor con un 64% de los votos posibles.

El capitán, aún afónico, hizo señas de que no entendía nada de lo que decían.

El portavoz, que ya no tenía nada en el plato, dejó este sobre un cuadro de mandos electrónico que chispeó algo con la salsita que se derramó.

-Mire señor oiga usted, aquí quiero ver el libro de reclamaciones concretado en la página que da derecho a tirar al mar a quien no hace sino amargar la singladura de quien lo ha pagado todo, desde el cubatita hasta los miserables sueldos de los que trabajan aquí.

El capitán, aún incapaz de hablar, hizo gestos de calma que fueron interpretados como quien dice “usted me va a mí a chupar la parte esa que no tiene nada que ver con lo que no sea mi nabo”. El portavoz fue el que difundió el mensaje según su forma de entenderlo y cuatro minutos más tarde la tripulación se encontraba arrojada al mar, nadando hacia el muelle, con la pescadilla llevándoles el ritmo gracias al megáfono. En un descuido, el capitán la agarró por la cola y se apropió de nuevo de su símbolo de autoridad, le dijo “cabrona” varias veces y la zambulló otras tantas antes de comprobar que la totalidad de sus empleados, incluyendo camareros y mantenedores, se hallaba casi seco, sano y salvo subiendo por las escalerillas.

A bordo, los pasajeros aullaban por la toma del barco y el advenimiento de una nueva era de autonomía, una dictadura del pasajeriado que los llevaría a, cuanto menos, algún sitio.

El consumo de los platos del buffet libre fue festejado a lo grande: Dos refrescos y una bolsa de porquerías pegajosas por niño, un bitter por abuelo/a y cien unidades de marisco y patatas fritas por camarote. Y el tiempo empleado para ello fue de una hora y cuarenta y siete minutos.

Al comenzar los eructos y la somnolencia, el barco dio un pequeño vaivén. Una ola de cincuenta centímetros hizo ver la situación de descontrol del timón en la que estaba la ciudad sobre agua. Aún así, la siesta colectiva se impuso.

¡Qué cruel analogía con tantos pueblos que no han querido ver su destino cuando aún estaban a tiempo de verlo!

El niño pelirrojo era inmune al sueño: se había dado al consumo de refrescos de cola plenos de cafeína, dada la absoluta disponibilidad de los mismos en los estantes. Ávido de conocimiento práctico, contó uno, dos, tres y dio un impulso a una rueda metálica que encontró sobre el puesto de mando a la que provocó una velocidad de disco antiguo de vinilo con canciones de los Del Río.

Desde tierra, el práctico del puerto, con cara de póquer, entregaba mecánicamente toallas a los últimos tripulantes que subían desde el agua mientras veía girar al barco como una peonza.

Antes de que preguntara por qué o algo parecido, las olas provocadas por la apabullante masa del barco al girar le habían limpiado el despacho de documentos pendientes al entrar por su ventana. No se preocupó de buscar más toallas para el resto del personal del puerto y se sentó a disfrutar del espectáculo. A su lado, la pescadilla presentaba una queja formal por el mal trato del capitán, pero no fue atendida.

En el barco, la competición era, literalmente, vomitiva. El comité de valoración establecido con un 12% de los votos posibles aprobó por unanimidad que aquel que expulsara cáscaras debía ser reprendido: en un barco de esa categoría la gente debía saber cómo pelar un langostino.

Gracias a que las olas producidas por el giro vertiginoso del barco barría el resultado del mareo que producía, no hubo protestas del comité de revolución de pasajeros referidas a la porquería vertida en cubierta.

Dado que el niño pelirrojo invitó a sus amiguitos a “explorar” la cabina de mandos del barco, a base de botonazos aquello dejó de girar. Y lo hizo en seco. Y en seco por poco tiempo, me explico: la inercia es la inercia y la mayoría del pasaje, un 98%, que no estaba agarrado a nada, salió disparado al agua en cuanto el barco se detuvo.

Sentados en el muelle y con la merienda en la mano, los tripulantes veían llegar a nado a la mayoría.

El capitán, con la ropa seca, un caramelo de eucaliptos en la boca y su gorra puesta, comenzó a llamar por el megáfono, uno por uno y en orden alfabético a cada uno de los dos mil quinientos pasajeros para que subieran por la única escalerilla que dejaron útil.

El Flotamund, el único que había ganado la libertad, se alejaba hacia su destino sin rumbo fijo, escoltado fielmente por la pescadilla.