martes, 9 de febrero de 2010

Cuentos paralelos (1)

Pudo levantarse tras varios y fallidos intentos. Aquella artrosis le dificultaba hasta lo más fácil. Otro esfuerzo y logró ponerse las gafas. Sus rodillas perezosas se resistían a caminar, de modo que la próstata hizo de las suyas y no le dio tiempo de llegar al baño. Una hora había transcurrido hasta que por fin logró ducharse. El aroma a café y tostadas le hacía intuir que su hija hoy no trabajaba en turno de mañana, así que preparó su mejor sonrisa para ella. Pero… ¿Dónde habría puesto su dentadura?... el pañuelito seguía allí…


no era el fin...

Se acercó hasta la orilla. Aquel día todo había amanecido nevado. Era la primera nevada del invierno, y también la primera de su vida. Hasta entonces había vivido en el sol, en el cálido país de su familia. Ahora todo eso había quedado atrás: su vida, sus amigos, sus recuerdos...

Se acercó hasta la orilla. Desabrochó lentamente sus botas y las dejó a su lado, junto a la vieja mochila que desde hacía años le acompañaba.

Miró a lo lejos; en el horizonte el sol timidamente se zambullía en las aguas; un petrolero, o eso le pareció, recortó sobre él su perfil metálico.

Abrazó sus piernas dejando caer la cabeza entre ellas. Un viento helado le envolvió. Su cabello oscuro y rizado, su pálida piel, sus pies descalzos...su soledad. Fuen entonces cuando reparó en ella, en su mirada, en su sonrisa calmada y pétrea. La miró fijamente. ¿Cómo no la había visto antes?¿Tan grande era su dolor que todo a su alrededor había perdido su valor?¿Tan hastiado estaba?- Ella le devolvió la mirada. Le ofreció su sonrisa. El lo entendió todo. No estaba solo. No era el fin sino el principio. Aquella pequeña estatua de bronce, diminuta y solitaria; soñadora e imaginada; creada para amar y ser amada. Aquella pequeña estatua le ofreció la mano y él la tomó entre las suyas. Sonrieron juntos.

Desde aquel día, la Sirenita nunca más se sintió triste y él dijo adiós a sus botas y a su hastío.