miércoles, 25 de enero de 2012

ADICTO.

Tengo que dejarlo de una vez. Respirar se ha vuelto de nuevo algo compulsivo para mí. Al principio fue una gracia: oler un cocido, dije, cuando se trataba de un balón que pinché yo mismo, por probar. Ahora no sé parar. Me miran y sé que piensan cosas terribles de mí: que si estoy hinchado, que si vivo en una nube, que si me doy aires de grandeza… pero no puedo evitarlo. He hecho todo lo posible por dejarlo. El año pasado, casi asfixiado por propia voluntad dentro de una bolsa transparente, me fui sin compañía a la granja del lago, donde escondía diez botellas de oxígeno. Las arrastré por el caminito de piedras y las tiré al fondo del agua, desde donde las obscenas burbujas parecían querer que las socorriera una por una. Me volví a casa y mi mujer, con su tono azulado en el rostro, me dijo que ojalá pudiera sonreírme para que supiera lo orgullosa que estaba de mí. Pero una semana más tarde, sin esperarlo, surgió una ráfaga de aire de no sé dónde. Algún loco había abierto la ventana del pasillo y me vino de frente. No supe… no quise esquivarla y me la tragué completa. Mis pulmones se hincharon como los de un loco y hasta tosí. Abochornado, salí dos minutos antes de la hora y regresé a casa en un taxi conservado al vacío. Desde entonces, busco aisladas corrientes de aire, explosiones de globos, situaciones que explico como ocasionales, accidentes… no sé cómo dejarlo. Mis amigos ya no me hablan. Y no creo que sea por que están más preocupados porque los ojos se le salen de las órbitas. Algo habrá que hacer. Sé que hay profesionales que se encargan de estas adicciones. Recurriré a uno de ellos. Además, temo que mi mujer se entere de que Catalina, una aspiradora compulsiva, dice que bebe los vientos por mí. No sé cómo salir de este atolladero en que se ha convertido mi vida.