Desde la cercana acera de enfrente, Juan
Barreras pudo ver a la mujer. Asomada a la ventana, junto a un gato sentado
sobre el alféizar, Juan podía comprobar que eran ciertos todos y cada uno de
los reclamos de la nota: Guapa, morena, joven y con una sonrisa encantadora, la
que mostró al tiempo que lo saludaba con la mano tras ver su sombrero negro, la
identificación de Juan para el primer encuentro.
Antes de cruzar, Juan notó que uno de los ojos
del gato reflejaba un rayo de sol como un espejo. No hizo más caso y llegó
hasta el portal. La mujer pulsó el botón del portero automático y Juan subió
por el ascensor, con su sonrisa, su maleta y su sombrero.
En un sofá, un periódico a medio abrir dedicaba
un par de columnas a la desaparición del joven play boy austríaco Mario
Bissler, junto a la foto del hombre, atractivo aunque tuerto de un ojo.
Las tareas de la casa, bajar la basura y
limpiar, ir a comprar… eran tareas fáciles de compartir y los primeros tiempos
de vivir juntos no se emborronaron por esos motivos.
Sólo cuando se veía la televisión, Juan, sin
preguntar, buscaba el centro del sofá y se sentaba sin mirar. El gato, con su
ojo brillante, esperaba hasta el último segundo antes de saltar al sillón contiguo
desde el sitio, para evitar que Juan cayera sobre él, sin soltar un bufido ni
sacar ni una uña.
Un día hizo lo mismo con la mujer, que no tuvo
tiempo para apartarse. Le pidió disculpas, había sido una broma, dijo mientras
seleccionaba un canal con el mando a distancia. La mujer se quedó encogida,
mirando sin ver la televisión. En un momento de publicidad, un producto contra
la suciedad lanzó un rayo luminoso sobre el saloncito apenas iluminado. Lo
justo para que el ojo del gato volviera a brillar.
Sólo el gato se enteró de que ningún niño de
Juan nacería en casa.
El día en que Aurelio Vallecano miró hacia la
ventana del piso indicado en el anuncio, vio a la mujer que asomaba sonriente
desde la ventana y pudo comprobar que eran ciertos todos y cada uno de los
reclamos de la página de contactos. Con una sonrisa le saludaba agitando los
brazos, y tras reconocer la corbata roja y ancha de Aurelio como
identificación, le indicaba el
portal. Antes de cruzar, Aurelio se fijó en la simpática imagen del gato que
acompañaba a la mujer tumbado sobre el alféizar. Llevaba un sombrero negro y un
monóculo en un ojo.
-Por probar no se pierde nada, se dijo mirando
a un lado y otro de la calle.