viernes, 14 de diciembre de 2007

el boceto

Yo pude haber muerto en un cómodo lecho. Debí haber muerto en un cómodo lecho, en la serenidad de la vejez, rodeada de lujos y servidores, de príncipes y reyes. Pero me tocó vivir otros tiempos.

Los de mi infancia fueron tiempos de felicidad, los de mi madurez, tiempos convulsos. Y también hubo un tiempo joven en que cualquier mujer habría dado sus ojos por vivir tan sólo un día en mi piel.

Porque yo fui la esposa del hombre más poderoso del mundo. Es decir, que lo tuve todo. Lo que me correspondía por nacimiento, en realidad. Pero es que además supe jugar bien mis cartas. Y así fue hasta que los acontecimientos soplaron sobre el castillo que había construido con ellas y me lo arrebataron todo, hasta la vida. Me arrebataron hasta la muerte, hasta esa muerte serena que yo había previsto, que había ganado, que había merecido.

No me lamento ahora. No me lamento de nada, ni siquiera de mi muerte violenta, porque después de ella ninguna otra cosa importa. ¿Por qué había de lamentarme? ¿no nací acaso hija de emperadores? ¿no tuve en mi infancia cuanto quise? riqueza, un padre amante, los juegos, la educación relajada, palacios y servidores. No sé qué puedo decir ahora, desde este lugar inaccesible a la mayoría de los mortales, desde mi distinguida altura en la Historia. Podría decir tal vez, y no mentiría, que no quise ni busqué voluntariamente este sitio, dicen que privilegiado, que me condujo a la muerte con la madurez apenas empezando a rondarme. No voy a tratar de justificar mis errores. ¿Quién, en la edad de la inconsciencia, y con poder en su mano, no los habría cometido?. Otros no fueron juzgados. Yo sí.

Los últimos días en prisión hice algo que nunca antes había hecho: reflexionar. Reflexioné sobre los acontecimientos y mis hechos, sobre lo que me hizo ser y actuar como lo hice. Incluso tomé algunos apuntes, pese a que no soy una erudita y escribir me aburre. Y nunca lo habría hecho de no ser por las desgraciadas circunstancias. ¿A qué va una persona a reflexionar sobre sí misma o el mundo? ¡qué estupidez! De no ser por las desgraciadas circunstancias, me habría limitado a vivir como me enseñaron que debía hacerlo. En estos días recordé, como todos dicen que se hace ante la muerte, los acontecimientos de mi vida, que en ese momento me resultaban extraños, como ajenos, como si los hubiese vivido otra persona.

Recordé por ejemplo el día en que mi padre me regaló una pequeña carroza en miniatura, lo justo para que yo me sentara en su banquito aterciopelado. Era una obra de arte, sin duda debió de costar una fortuna, toda de maderas nobles y cristal. Un paje estaba siempre a su lado, dispuesto a tirar de ella para llevarme donde yo le ordenase. Mi madre se enfadó un poco, al principio. No quiero que hagas de la pequeña una derrochadora. Pero mi padre nunca me negó un capricho y ella, la gran Archiduquesa, andaba siempre tan ocupada en sus muy serios asuntos de estado. No iba a ocuparse de una niña que se iba malcriando, cuando su empeño estaba en pacificar Europa.

Así pasó mi infancia, y así la Archiduquesa concertó mi matrimonio. Mucho antes de que yo sintiera deseos de abandonar mis juegos o tomara interés por algún asunto serio (en honor a la verdad, cosas ambas que no han llegado a ocurrir en toda mi vida) me vi casada con un jovenzuelo apenas un año mayor que yo. Dos chiquillos casados, y el mundo pendiente de ellos. Sería para reír si no fuese para llorar. Sin embargo, éste fue el gran triunfo de mi madre: unirme al heredero del trono más poderoso de Europa, al delfín de Francia.

Cuentan que el día de mi recibimiento a orillas del Rhin, en la frontera entre Francia y Alemania, prácticamente en tierra de nadie, en aquellos recintos precipitadamente construidos para la ocasión, entró un joven estudiante alemán que después sería famoso poeta. Creo recordar que se llamaba Goethe. Entró como otros, para admirar los tapices y las pinturas clásicas que se instalaron para la gran fiesta, y cuentan que hubo que echarlo por alborotador, porque andaba de un lado a otro gesticulando y gritando que las escenas representadas en los tapices elegidos eran un mal augurio para cualquier matrimonio. Me divierte pensar que este chico tuvo un destello visionario, y que intuyó el fracaso de mi regio marido. Aun me hace sonreír cuando lo pienso.

Mi marido fue incapaz de cumplir con sus obligaciones conyugales durante los siete primeros años de nuestro real pero ficticio matrimonio. Yo, o mejor, la niña que era entonces, sufría el enorme desconcierto de mi situación. Delicada situación, por cuanto que todo el mundo conoció mi indeseable virginidad. Y cuando digo todo el mundo, soy exacta, pues era comentario habitual de todos los embajadores que estaban en París. Situación envidiable, por otra parte, ya que aclarado que la culpa no era mía, sino de un pequeño defecto de los reales genitales –solucionable con una pequeña operación, como se demostró después- la conmiseración de la corte y mi aspecto delicado hacían a todos tratarme con exquisito cuidado, negándome pocos caprichos. En este sentido, pues, no echaba de menos mi casa. No había conseguido, no obstante, librarme de la influencia de mi madre, quien severa y tierna a la vez, como siempre, seguía tratando de controlar mis actos a través de cartas en las que me demostraba que, misteriosamente, estaba al tanto de todos mis actos. Así, seguía insistiendo una y otra vez en que me instruyera, me educara, me interesara por los asuntos de Estado, en cómo debía comportarme de forma adecuada. Pero su mano no era tan larga, y puesto que en la corte francesa habrían considerado una injerencia imperdonable cualquier intento de intromisión en mis asuntos -que ahora eran asuntos de Francia- por parte de la Archiduquesa austriaca, me las apañaba sin dificultad para manejar a mi antojo a las pocas personas que podían tener alguna ascendencia sobre mí: el viejo rey, demasiado entretenido con su concubina real, y mi marido, a quien su propia culpa le hacía, por una parte, entregarse a desenfrenadas y agotadoras jornadas de caza que lo alejaban durante largos días, y por otra, a concederme en caprichos lo que no me podía conceder en nuestro lecho.

Así me acostumbré a creer que era mi derecho que la gente me amara, consideré que me pertenecían las aclamaciones de la multitud a la hermosa delfina, que las merecía simplemente porque me correspondían, porque la vida me las daba. Aunque en realidad esto es mi forma de expresar ahora lo que sentía entonces. Porque entonces yo no pensaba, sentía. Sentía que tenía derecho a tenerlo todo, a disponer de todo y de todos. Cuando murió el viejo rey y asumí el papel de reina consorte, mi satisfacción se debió principalmente a la convicción de que ya no había nadie por encima de mí, nadie que discutiese ni uno sólo de mis caprichos, nadie que me estorbase actuar en cada momento al arbitrio de mis antojos, razonables o no. Nadie que se atreviese a juzgarme, al menos en voz alta. Nada más me interesaba. Con mis pocos años y un carácter alegre y expansivo, sin freno social, familiar o económico que me impidiese acometer las más dislocadas extravagancias, me creé una justa fama de despilfarradora, amoral y gobernante frívola y alejada del pueblo. ¿El pueblo?, pero ¿quién era el pueblo para mí?. No más que una masa de gente sin rostro nacidos para servirme. No era nadie. Se me puede condenar por esto, por esto se me condenó. Pero no hice más que lo que había aprendido de otros reyes y gobernadores que antes de mí fueron. No a todos se les juzgó, no a todos.

Así viví hasta que tuve hijos. El rey cumplió al fin su obligación, me hizo procrear; no tuvimos mucho más contacto, y aunque nuestra relación era amistosa, no nos interesábamos mutuamente. Mis pequeños, ellos no tuvieron tiempo. Se criaban en la misma visión del mundo que yo tenía, conocían la vida que les estaba destinada, la que no se cumplió, pero no conocían nada del mundo, fuera de Versalles. Temí por ellos una vez, lo recuerdo bien, cuando se agolpó una gran multitud en las afueras del palacio pidiendo pan. Por supuesto que no hice el comentario cruel que la Historia ha puesto en mis labios. En realidad, mi boca y todo mi cuerpo estaban paralizados por primera vez en mi vida. Por primera vez mi reacción no fue la cólera frente a la contrariedad, sino el miedo. Así la maternidad le cambia la vida a una mujer, sea reina o no lo sea.

Confieso que no pude prever que la crisis que se extendía por esa Francia que yo no había llegado a conocer, me afectara tan grandemente. Así, mucho no me preocupé. No sabía a qué extremos de odio y valor pueden llevarte la desesperación y la pobreza, ni con qué razones. Cuando me vine a dar cuenta, cuando los acontecimientos me obligaron a mirar a ese pueblo cuya situación empeoraba por días, cuando comprendí que me habían elegido como víctima propiciatoria por causante de sus desgracias, me sentí indiferente. Y cuanto más me atacaban, más indiferente me sentía yo. No clamé por la injusticia como no había agradecido antes los regalos. Consideré este giro de los acontecimientos tan mío y pertinente como el resto de mi vida. Me dolió por mis hijos. Incluso llegué a sentirlo por el ciudadano Capeto (así terminaron por llamar a mi esposo) como lo habría sentido por un viejo amigo, pero no lloré por él. Lloré por mis hijos. Me defendí y los defendí a ellos hasta donde me lo permitieron, hasta donde supe, y adopté una actitud que aprendí sin maestros: tenía el convencimiento de que debía comportarme dignamente, y así lo hice, sin esfuerzo y sin alardes. Cuando asumí que toda lucha era inútil, tampoco juzgué a nadie. Cada cual había cumplido su papel, cada cual se había apropiado del sitio en que la vida y los sucesos que vivimos lo habían colocado y no culpé a nadie de mi mala suerte, como a nadie había reconocido por la buena.

Camino del cadalso llevaba la mirada baja, la cabeza inclinada, un poco ladeada. No me arrepentía de nada, no era por eso. No me asustaban tampoco los insultos de la chusma, que en realidad no oía, ni me avergonzaba de las tristes ropas de campesina y el mugriento calzado con los que me habían vestido. En realidad llevaba la cabeza baja porque recordaba. Pensaba en mi padre, en su mano fuerte y firme que cogía la mía con cariño en aquel jardín de mi infancia, mientras su sonrisa me decía: «señorita, ya está bien de caprichos por hoy». Pensaba en mis pequeños y casi podía sentir sus manitas apretando las mías, como lo hacían interminablemente durante el encierro, mientras nos permitieron estar juntos. Así, casi de reojo, divisé en una esquina una cara ligeramente conocida. Recordé que se trataba de un retratista de los muchos que me habían pintado en alguna ocasión; creo que se llamaba Jean Louis David. Me hizo recordar, por última vez en vida, aquellos días en que un artista se sentía el más dichoso si tenía acceso a un gesto mío para dejarlo reflejado en un lienzo. Varios lo hicieron y les valió una fortuna, ya que toda la corte me imitaba. Madamme Vigée-Lebrun recibió tantos encargos tras pintarme con mis hijos, que no pudo terminar ninguno antes de que los retratados huyeran, o el polaco Kucharski, que tampoco pudo terminar su cuadro antes de nuestra huida a Varennes.

Así de raros somos los humanos, que enfrentados a la situación más trascendente, somos capaces de enredarnos en rumiar las mayores trivialidades. De este modo, pensando en todos esos retratos en que aparezco rodeada de esplendores, miré de nuevo al pintor que sobre el papel apoyado en su propia mano, trazaba un rápido bosquejo mientras me miraba con una fijeza insolente y alcé orgullosamente la cabeza, no dijera la posteridad que María Antonieta, Reina de Francia, entregó su cabeza humillada a Madamme Gillotine.

Ahora cada vez que contemplo ese irreconocible boceto en el que parezco una campesina, ahí, eterno y olvidado en su rincón del Louvre... siento que podría haber tenido otra vida, que yo podría haber muerto en una cama.