miércoles, 29 de septiembre de 2010

RECUERDOS DE VIAJES (2).

Viaje por la gran muralla china.

Para celebrar el segundo aniversario de nuestro arreglo dental, Pepa Lutgarda y yo nos fuimos a visitar la gran muralla china sin encomendarnos a concejal alguno.

En el kilómetro doce, según la guía doña Noelia Capaponte –que nos cogió manía desde el principio del viaje- hay una cabina telefónica inglesa que data de 1923 y que funciona sólo con chelines, medios peniques y pilas atómicas. Como no llevo encima moneda fraccionaria inglesa, me quité y le puse la pila de mi prótesis coronaria y a los dos nos estalló algo por dentro. Sólo un rayo escapado de una tormenta que viajaba hacia Chin Tu Rón me dio la energía suficiente para seguir vivo, aunque chamuscado. La cabina pasó a ser un quiosco de prensa amarilla.

El episodio anterior nos hizo ver la vida con más prudencia y, para no recibir más reprimendas de la guía, la dejamos caer por la muralla en la zona más alta que encontramos, con la idea de que disfrutara del aire fresco el mayor tiempo posible.

A partir de entonces, carta de libertad en mano, nos dejamos conducir por una namibia joven, pelirroja y rizada, con cuyos amenos comentarios conocimos la verdadera historia de la construcción del larguísimo monumento nacional. Además, dejaba que nos hiciéramos fotos, aunque fuera de noche y la gente al echarse hacia atrás se cayera por los huecos, lo que agradecía Noelia la guía al oírles aterrizar cerca y poder charlar con ellos de sus cosas.

-Resulta que en China –comenzó la namibia- unos se pegaban con otros, otros no los quisieron dejar pasar y por eso se pusieron, pim pim, pim pim, y venga y venga, ladrillo y mezcla, ladrillo y mezcla –aclaró-, y ahí se encontraron, cuando la acabaron, con una muralla terminada.

Lo que es mirar por los detalles, pensamos al unísono: ella hablaba en medio del corro, con nosotros ensimismados, arreboladitos, dejándonos empapar por su forma de contar las cosas.

Nos llevamos de recuerdo ochenta metros de muralla entre todos y para mí que les dio igual, porque nadie nos lo echó en cara. A cambio, tuvimos que recoger a doña Noelia y los demás caídos, con sus brazos y demás partes en cabestrillo.

Pero –ya lo dice el refrán- poco dura la alegría en casa del imbécil; nada más ver los ladrillos al llegar a Barajas, mi cuñado Herminio me llevó aparte y me dijo:

-Con esto le termino yo la caseta de la piscina y la barbacoa a tu hermana, chaval. No veas la ilusión que le haría.

Ante su mirada sincera, allí mismo, en plena aduana, vacié las maletas, le puse los ladrillos en los bolsillos y, cogiendo a mi Pepa de la mano, tomé el primer avión de regreso a China, a por unos quintales de arroz. Y es que mi otro cuñado, Alejandro, es ver una piscina terminada y se tira a preparar una paella con los ojos cerrados. Y yo no sé decirle que no.

Nuevo desconocido

Tras una semana llorando, en su casa a solas, decidió vivir un poco la vida. Su estrategia anterior le había fallado, así que se propuso tener más decisión en la siguiente relación.
Eso era mucho más fácil de pensar que de hacer, así que comenzó por lo que ya sabía. Se compró un periódico y se sentó en una cafetería a leerlo mientras observaba de soslayo al resto de clientes.
Un hombre bien parecido estaba entretenido con su agenda electrónica mientras desayunaba. Un par de días lo localizó de igual modo. Se fijó que no tenía anillo y que nunca iba acompañado. El tercer día se decidió a abordarle. Esperó a que las demás mesas estuviesen ocupadas y entonces le pediría compartir la suya. Metió tripa, sacó pecho, se alborotó el cabello y con paso firme, el bolso a la bandolera y sus tacones de 15 cm se acercó a la mesa al mismo tiempo que el camarero salía con su bandeja repleta de desayunos y no la vio. Chocaron. Cayeron con enorme estrépito. A la chica la atendió una adorable anciana que había sido médico. Al camarero lo increpó el dueño del establecimiento y un par de clientes contrariados por haberse quedado sin café. El de la agenda electrónica seguía jugando a lo mismo. Ella, cogió su amor propio, y con los zapatos en la mano se marchó a casa.