Luis y Begoña creían en la Navidad. Hermanos gemelos de nueve años, organizaban las fiestas sin pedir la ayuda de sus hermanos mayores ni sus padres.
Con lápices afilados y unas letras redondas pero fáciles de leer, comenzaban con los dulces y terminaban con la carta individual a los Reyes de cada uno de los miembros de su familia. Una vez escritas y firmadas, ellos se encargaban de echarlas al correo.
El hermano mayor, universitario, estaba de mal humor y soltó durante la cena que eso de los Reyes estaba para los críos pequeños. No para Luis y Begoña.
Se hizo un silencio incómodo y cuando miraron a las sillas donde se sentaban los gemelos, habían desaparecido.
El universitario miró al abuelo para reprocharle lo mucho que mimaba a los chicos. El viejo no se defendió y pidió comprensión para su inocencia.
-No les durará mucho ya, con estos tiempos; ten paciencia.
El universitario se volvió para servirse patatas, mientras respondía que él, el abuelo debía traerlos a la realidad. Cuando giró para ofrecerle la fuente de las patatas, el asiento del abuelo estaba vacío.
Los padres y los dos hermanos intermedios comenzaron pacientemente a explicar al universitario cómo en su infancia fue él quien puso en marcha el protocolo de las cartas y los dulces.
-Basta de juegos, estamos comiendo, –cortó el universitario-. Por favor, a todos nos llega el momento de deshacer la mentira.
Esta vez, mientras desaparecían antes sus ojos, en directo, el padre le decía:
-No te confundas, tarugo. La mentira y la ilusión no tienen nada que ver.
El universitario estaba aterrado.
-Por favor, volved conmigo. Es que Raquel no me ha querido decir si vendría conmigo a la fiesta de fin de año.
Volvieron a aparecer, en sus narices, para sentarse y seguir con la cena.
-Que no se repita, chaval, dijeron al unísono Luis y Begoña. Y firma tu carta, que es la única que falta. Tarugo.