domingo, 20 de junio de 2010

SIN ENCENDER LA LUZ.

Lo de saltar sobre un solo pie es difícil de evitar: así empieza la cosa. Su costumbre de apoyarse sobre la cómoda para ponerse los calcetines sin encender la luz siempre le ha dado confianza. Mas, la noche anterior, su mujer había dejado abierto el cajón de las toallas pequeñas y ahí, ahí justo se le queda enganchado el pie. La situación viene a ser por tanto la de un hombre con unos calzoncillos no ajustados del todo y con su pierna extendida, metido el pie en el cajón. Pero claro, tantos saltos sobre el suelo húmedo agarrotan el gemelo –en este caso el izquierdo- y contraen la parte posterior del muslo –el derecho aquí- según se sube por las corvas de la pierna. Y su mujer todavía no enciende la luz, produciéndose algo más que una reacción de incredulidad en la penumbra, que se acrecienta si el cajón se sale de su guía esparciendo aquí y allá toallas pequeñas. Ella no grita, pero tampoco dice nada porque justo en el momento en el que comprende lo que ha pasado y va a preguntar “Jorge, por Dios ¿qué haces criatura?“ Jorge ya ha caído sobre la cama. El cajón no ha hecho ruido, y eso ayuda. Lo que no mengua es la indefensión de Jorge, que –de espaldas sobre la cama- está impedido, girando no más como cucaracha patas parriba, muy reducidas sus posibilidades motrices. La mujer vuelve a intentar reconducir todo a un punto lógico donde poder reírse a gusto, pero le duele ver por el suelo las toallas pequeñas planchadas. Cuando ve que la situación de Jorge no evoluciona a mejor, acude en su ayuda frotando sus riñones para que no se enfríe. Pero siguen los dos a oscuras. Después vendrá lo de completar la correcta colocación del slip, que ha dejado fuera uno de los dos bolindres, en muy mala posición, atrapado por la refriega y el elástico. Los comentarios de Jorge son más que nada maldiciones gitanas contra la falta de orden de los cajones, que yo con los ojos cerrados llevo veinte años vistiéndome sin encender la lamparita para no despertarte. Y no me respondas que hace diez que vivimos aquí y que si no es la luz es algún cuesco mañanero lo que rompe tu sueño, responde a su vez Jorge a modo de previsora advertencia, que no está él para discutir. Rodando sobre el edredón nórdico llega al suelo, donde Jorge recupera muchas capacidades, porque él boca abajo se desenvuelve bien en muchas situaciones. Ay sí, hijo, dice la mujer desde la cama, asomando la cabecita: como mirando al que se ha caído a un pozo. Y le tira la parte de arriba del pijama para que se coja y suba, igualito que la cuerda del cubo. Jorge está ya de pie, calcetín derecho medio puesto, tapaculos centrado rodeando la barriga y buscando el segundo calceta, para lo que se agacha. ¡Vaya tela!, el cajón traidor tiene un filo, un pico que se cuela por el centro del Canal de Ojú, provocando un saltito la mar de gracioso y ¡hala! otra vez en la cama, aunque ahora de pie. Pero ¡anda ahí!, con el segundo calcetín en la mano, que Jorge pasa rápidamente a su mujer, quien acostada y a punto de poner la radio para oír el tiempo, se lo coloca limpiamente en el pie. Ahora lo prudente llama a ponerse en el sitio de todos los días, donde camisa, corbata y chaqueta no ofrecerán resistencia. Así sucede. Nuestro hombre se va al trabajo como los toreros. La mujer le despide con un beso y –encendiendo la luz- le tira una flor; además le exhorta para que busque también el pantalón, se lo ponga, y -un poco antes- se cambie dejando en casa las bragas azules que ella se compró en rebajas.